El luchador de Los Ralos

Crónicas de Acá

El luchador de Los Ralos

La vida de un militante de los de antes y del pueblo que peleó por la reapertura de la textil Escalada.

«El testigo manifestó que siempre vivió y se crió en Los Ralos, menos los veinte días que estuvo secuestrado en el Arsenal».

Leo la frase que introduce la declaración de Juan Francisco Cabrera en la foja 774 de la causa por secuestros y torturas en el Arsenal Miguel de Azcuénaga y no puedo evitar pensar en ella como una síntesis exacta y poética de esta historia; que es la historia de un hombre y del pueblo en que nació, vivió y luchó.

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Tres enormes chimeneas asimétricas de ladrillos gastados y sin humo se ven desde la ruta 303, antes de llegar al pueblo ubicado 22 kilómetros al este de San Miguel de Tucumán. Son hoy el único vestigio que queda en Los Ralos de aquel sueño de progreso que trajo el ingenio fundado en 1876 por Brigido Terán y Eudoro Avellaneda, hermano menor del presidente Nicolás Avellaneda. Las antiguas chimeneas de la fábrica azucarera bautizada con el nombre del pueblo son una referencia ineludible en el horizonte; una marca indeleble del pasado próspero en la anárquica urbanización del presente. Para llegar hasta ellas, hay que caminar sólo un par de cuadras desde la calle principal, a través de un barrio con calles de tierra donde se repiten las grutas del gauchito Gil que custodian el caserío. Desde la base, las chimeneas se agigantan y evidencian las cicatrices del tiempo: ladrillos desmoronados y una fisura que se extiende a lo largo de la torre más alta. Parecen olvidadas entre las casas que las rodean, incorporadas para siempre al paisaje como por descuido. El túnel donde comienza la columna del medio se ha convertido en una gruta improvisada donde conviven las figuras de dos vírgenes: la de La Merced y otra que, por su rustica confección, parece genérica. Las rodean velas derretidas y un zapatito rojo de bebé. Ahora, en esta mañana de sol implacable, no hay quien les rece; pero imagino que hubo un tiempo en que muchos les pidieron por trabajo.

La debacle económica del pueblo comenzó en 1966 de la mano del gobierno de facto de Juan Carlos Onganía. Con la excusa de convertir a la provincia en un polo del desarrollo industrial del país, el ministro de Economía Néstor Salimei puso en marcha el Operativo Tucumán, que prometía reemplazar a la industria azucarera por otras más eficientes y redituables. Su primera medida fue ordenar el cierre de once ingenios de distintas localidades tucumanas. La clausura de las fábricas azucareras y la ausencia de nuevas actividades productivas arrastraron a los pobladores a la miseria. Sin recursos ni trabajo, muchas familias se fueron, en lo que fue la migración más importante de la provincia: más de 250 mil personas, casi un tercio de toda la población, abandonaron Tucumán; la mayoría de ellos para instalarse en los barrios marginales del Gran Buenos Aires. En Los Ralos, el ingenio continuó funcionando durante un tiempo más, pero los casi dos mil trabajadores no cobraban sus quincenas. Cuando la situación se volvió insostenible, la fábrica corrió igual suerte que muchas otras. La diferencia fue que los patrones habían ganado tiempo para negociar con el gobierno el cambio de la legislación por una más conveniente a sus intereses. En el momento en que los obreros cobraron sus indemnizaciones, descubrieron que eran ínfimas. Los Ralos se convirtió en uno de tantos pueblos fantasmas. Los hombres que se quedaron libraban una lucha diaria y desigual contra el hambre. Entre los que resistieron, como esas chimeneas que el tiempo no pudo derribar, Juan Francisco Cabrera se preparaba para dar pelea.

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En Los Ralos nadie parece apurado. La mañana del miércoles transcurre con lentitud de domingo nublado, con tranquilidad de pueblo. Hay mujeres con bolsas de los mandados, un par de adolescentes sentados en un banco de la plaza y hombres que han sacado las sillas a la vereda. Toman mate y saludan a los pocos conocidos y extraños que pasan por la calle, donde las bicicletas, motos y algún que otro auto le ponen movimiento a un tiempo que parece suspendido. No hay carteles que indiquen los nombres de las calles, ni siquiera el de la San Martín, la principal y de asfalto que lleva a la plaza, al banco, al supermercado y que serpentea un par de cuadras más allá pasando por el Braian Park – un humilde parque de diversiones – , la escuela Eudoro Avellaneda y el galpón de la textil Escalada. En los Ralos, preguntando se llega a cualquier parte y no hace falta preguntar dos veces para llegar a la confitería de la familia Cabrera. La confitería de los Cabrera, como se la conoce acá, se construyó en el terreno que los vecinos le regalaron a Ermilio Cabrera, el padre de Juan Francisco, para que se quedara en el pueblo después de que lo dejaron cesante en su cargo de Comisario. Hoy es un viejo bar con mesas de pool y un pesado metegol Estadio donde descansan jugadores de Boca y de River con las camisetas despintadas. Una hilera de cinco televisores 21 pulgadas con consolas de video juegos son el único rasgo de modernidad en esa habitación de paredes desteñidas y grandes telarañas en el techo. En el corazón de la zona comercial de Los Ralos, la confitería no parece ajena al letargo general. Acodado a la barra, un único parroquiano de rasgos curtidos y gestos taciturnos toma una cerveza. El joven detrás del mostrador es uno de los quince nietos de Juan Cabrera. Es el que está a cargo del boliche y quien nos indica a mí y a Jorge, el fotógrafo, que su abuelo vive al frente, en la vieja casa de paredes blancas ennegrecidas por la humedad.

La puerta de la casa está abierta. Con el tiempo descubriré que siempre lo está, a menos que Juan haya salido. Golpeamos las manos y no demora en salir a recibirnos un hombre de andar lento, pero de pasos seguros. El caminar de Juan Francisco Cabrera tiene cierta formalidad que se condice con sus 78 años y con su aspecto: el escaso pelo grisáceo prolijamente peinado a los costados, anteojos cuadrados de marco negro, camisa celeste, pantalón de vestir gris y zapatos de cuero. La piel morena tostada por el sol y unas manos nervudas de venas azules que ahora nos estrecha con fuerza. Nos invita a pasar y pide disculpas por el desorden, para luego justificarse: “vivo solo”. Nos sentamos en el comedor, alrededor de la mesa cubierta con un mantel de plástico floreado. Ahí descansan una botella de vermut y un sifón de soda vacío. No es lo único en la habitación que nos remite al pasado: las paredes gastadas, los muebles antiguos y pesados, los adornos cubiertos de polvo y el cuadro con el retrato en blanco y negro de su padre pertenecen a otro tiempo. A los pocos minutos, Juan comienza a contar su historia. Su memoria se mueve con andar firme entre los recuerdos, pero cualquier fecha, nombre o suceso, deriva en una nueva historia; en relatos que se bifurcan para luego volverse a cruzar. Como el hombre que en su narración se encuentra con el joven que creció en un pueblo próspero y que, de pronto, tuvo que pelear por su subsistencia.

“Nosotros los raleños somos medio corderitos. Somos pacíficos, dejados. Yo no, digo somos sólo porque soy parte de Los Ralos. En el año 1966, cuando cerraron el ingenio, no pasó nada. Nadie dijo nada. No hubo protestas porque no estaban dadas las condiciones”, de esa manera explica, con voz mansa, Juan Francisco la debacle de su pueblo. Ni él, ni sus dos hermanos trabajaron nunca para el ingenio Los Ralos. El apellido Cabrera era una mala palabra para los patrones de la fábrica desde que Ermilio había llegado, en 1927, para organizar al Partido Radical en una población donde dominaba el conservadurismo. La primera medida del padre de Juan Francisco como Comisario del pueblo fue pedir el traslado de la dependencia policial, que estaba ubicada a la par del ingenio y subordinada al poder de Terán y Avellaneda. A Ermilio lo recuerdan hoy en Los Ralos como la única autoridad que se animó en aquellos tiempos a detener a un capataz del ingenio por azotar a un obrero. Ese sentido de justicia y militancia heredaron Juan Francisco y su hermano dos años mayor, Hugo. Es por eso que el veterano que ahora cuenta su historia encorvado sobre la mesa, recuerda el día que estuvo entre las 500 personas que participaron del acto en donde el ministro de Economía, Néstor Salimei, pactó con el Secretario General del sindicato, Enrique Brandán, el cierre de la fábrica azucarera. Ese fue el principio del fin; el momento exacto en que Los Ralos firmó su propio certificado de defunción. Sin embargo, ese día, los raleños aplaudieron, rememora Juan Francisco apretando los labios y tomándose la cabeza con las dos manos.

A comienzos de 1967, la instalación de la textil Escalada en unos galpones que habían pertenecido al ingenio fue un placebo para la agonía de Los Ralos. En octubre, había cien raleños trabajando en la hilandería del empresario Raúl Lamuraglia, que había llegado al pueblo como un benefactor, pero, en poco tiempo, cuando comenzaron las cesantías, fue adquiriendo fama de tirano. En febrero de 1969, los trabajadores de la fábrica eligieron a Juan Manuel Borquez como delegado sindical. “El Cabudo”, como lo conocían en Los Ralos, no llegó a ejercer su función porque, antes, había recibido el telegrama de despido. Mientras Lamuraglia, que entonces era presidente de la Unión Industrial Argentina, hacía gala de su poder; Borquez pasó a ser un delegado sin trabajo ni indemnización. Forzados por la magra economía del pueblo, a la mayoría de los trabajadores de Escalada no les quedó otra opción que someterse a las arbitrariedades del patrón. Sin embargo, un grupo de vecinos y operarios despedidos comenzó a agruparse para reclamar contra esas injusticias. Entre ellos, estaban Juan Francisco Cabrera y su hermano Hugo, quienes adoptaron la causa como propia.

En octubre de ese año hubo nuevos despidos y los trabajadores de la textil decidieron comenzar una huelga por tiempo indeterminado. Muchos de esos obreros eran hijos de los veteranos que habían quedado desempleados con el cierre del ingenio; jóvenes que habían mamado desde chicos las ubres secas de la miseria. Ya no eran mansos corderitos camino al matadero. Por eso, mientras armaban ollas populares para que sus familias pudieran llevarse algo a las panzas, se reunían en secreto en los cañaverales para resguardarse del acoso policial. Formaban un sindicato sin personería jurídica que organizaba movilizaciones de protesta desde Los Ralos a la Plaza Independencia; llevaban a cabo una lucha ardua que entonces parecía intrascendente. Eran un David sin gomera contra un Goliat empachado de poder. Quizás por eso, en poco tiempo, se ganaron la simpatía de estudiantes universitarios, jóvenes peronistas de izquierda, comunistas y socialistas que vieron en el reclamo una justa reivindicación social. No eran pocos ni estaban solos. En ese contexto, fue aumentando el clima de tensión contra un Lamuraglia indiferente que seguía sin pagar quincenas ni indemnizaciones a los obreros despedidos. El conflicto había llegado a un punto tal de efervescencia que el gobierno tuvo que dejar de hacer oídos sordos y decidió suspender por tres días a la fábrica textil que había continuado produciendo con un grupo mínimo de operarios que no se sumaron a la huelga. La fecha elegida para el escarmiento fue el último día de aquel año y los dos primeros de 1970. La intención era que el castigo fuera apenas simbólico para no ocasionarle grandes pérdidas al patrón. Sin embargo, para Lamuraglia fue una afrenta imperdonable en contra de su honor. Amenazó con cerrar su fábrica y, como quien está acostumbrado a convertir sus deseos en órdenes, cumplió.

Con la textil cerrada y Lamuraglia fuera del país, parecía que Escalada estaba destinada a perdurar sólo como un recuerdo. Muerto el perro, se acabaría la rabia. Pero, en aquellos días, en Los Ralos faltaba comida y sobraba rabia. Mientras seis policías con fusiles custodiaban el galpón de la fábrica, en el pueblo algo comenzaba a gestarse en silencio. Tan secreta era la jugada de ajedrez que Hugo Cabrera tramaba que ni su hermano, Juan Francisco, estaba enterado. En la discreción residía la sorpresa y el éxito de aquel movimiento estratégico. Juan Francisco recuerda ahora con la mirada perdida, como oteando por los intrincados senderos de la memoria, aquella tarde del 14 de enero de 1970 en que un amigo llegó al boliche, agitado, para pedirle que vaya urgente a la sede del sindicato porque algo grande se estaba armando. Cuando Juan Francisco llegó en bicicleta, ya estaba todo milimétricamente planificado. A los pocos minutos, era uno más entre los casi 600 manifestantes que se agolparon al frente de la textil. Mientras ellos empujaban el portón de ingreso y los policías los apuntaban de cerca sin saber qué hacer, veinte personas comandadas por su hermano Hugo, saltaban por una de las tapias laterales de la fábrica. Uno a uno fueron entrando hasta que, justo en el momento en que el último de los hombres estuvo del lado de adentro, los policías advirtieron la maniobra de distracción de la que habían sido víctimas. Dispararon una bomba de gas lacrimógeno que impactó en el centro del pecho de Lauro Fuensalida, que quedó tendido y cubierto de sangre. Todos lo creyeron muerto. Los que de afuera se batían con todas sus fuerzas para entrar a auxiliarlo y los que, desde adentro, no tardaron en reanimarlo. En medio de la confusión, los oficiales escaparon del lugar.

La fábrica estuvo tomada durante diez días. En los periódicos de la época se publicaron fotos en donde se ve a los manifestantes subidos en los techos del galpón con pancartas en las que acusaban a Lamuraglia de hijo de puta, explotador y negrero. La madrugada lluviosa del desalojo sólo quedaban once huelguistas que no opusieron ninguna resistencia al ejército de casi 300 policías que sitiaron las calles del pueblo. Entonces, no lograron recuperar Escalada pero habían medido fuerzas con un adversario con mucho más poder y habían demostrado su coraje. Para Juan Francisco Cabrera, ese fue el momento preciso en que se terminó de forjar el carácter combativo del pueblo: “No te imaginás lo aguerrido que eran los muchachos. Los que han tomado la fábrica eran veinte tipos de fierro. Mirá que había que meterse estando los milicos y teniendo en cuenta el corderismo de Los Ralos. Esa fuerza les daba la juventud y el hecho de que estaban dispuestos a todo”.

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En la memoria de Juan Francisco Cabrera hay momentos que vuelven nítidos, casi palpables, como si echara a correr la película de su vida y en ella se colara la historia del pueblo. En ese relato en sepia, el tres de marzo de 1972 está grabado a fuego. Ese día, el ministro de Bienestar Social del gobierno del General Lanusse, Francisco Manrique, llegó a Los Ralos para ofrecer soluciones a la crisis económica que atravesaba el pueblo. Juan Francisco fue uno de los estrategas que planificaron esa visita en la que vislumbraba la esperanza de reabrir la hilandería que Lamuraglia había abandonado: “Decidimos que venga Manrique, pero nosotros íbamos a poner las condiciones. Uno de los puntos era que, cuando llegue el ministro, nadie lo aplauda. Una mala costumbre de la gente del campo cuando llega alguien de afuera es aplaudir y gritar: ¡Que viva el doctor! ¡Que viva el ministro! El segundo punto era que todas las organizaciones encabecen los pedidos reclamando la reapertura de la textil Escalada”. La reunión se hizo en la iglesia del pueblo y, cuando el ministro anunció la reapertura de Escalada y unos doscientos nuevos puestos de trabajo para los raleños, los gritos de júbilo se hicieron eco en cada rincón del templo abarrotado de gente. En ese momento, Juan Francisco Cabrera lloró.

Al mes, como había prometido, Francisco Manrique volvió a Los Ralos con el decreto de expropiación de la textil. Pero pasaron los días de abril y la fábrica continuaba cerrada. Había hambre y una ansiedad tensa reinaba en un pueblo que había aprendido a desconfiar de los gobiernos de turno. Ese primero de mayo no hubo fútbol, asado y vino en el ranchito de Doña Segunda como todos los años, los muchachos se reunieron para planificar cómo continuar con la lucha. Estaba anunciada la visita a Tucumán del General Lanusse dentro de unos días y había que hacer ruido. Entonces armaron una olla popular y reunieron a unas 300 personas. Llevaron al pueblo al periodista del noticiero de Canal 13 César Mascetti, a quien la protesta le pareció insuficiente para conmover el ánimo del Presidente. Las cámaras necesitaban un show más impactante. Por eso, optaron por copar la estación y detener un tren que venía desde Buenos Aires. Las imágenes de televisión reprodujeron el caos y el desbande de los pasajeros que corrían desesperados. Una vez más, la protesta de Los Ralos era noticia en todo el país.

Un mes después, se hicieron efectivos los doscientos puestos de trabajo, mientras que la hilandería tuvo que esperar hasta febrero de 1973 para volver a funcionar. En julio de ese año, Juan Francisco Cabrera se volvió operario de la textil por la que tanto había peleado. La fábrica era suya, de Los Ralos, de la lucha.

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En uno de los galpones de la antigua hilandería que alguna vez fue de Lamuraglia, ahora hay tres mujeres y un hombre cortando centenares de piezas de tela blanca con las que luego confeccionarán guardapolvos. Son todos de Los Ralos y no trabajan para ningún patrón, sino que son parte de la Cooperativa Textil Escalada; emprendimiento del que participan en la actualidad 56 raleños, la mayoría de ellos mujeres que, antes de la apertura del taller, estaban desocupadas.

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En el año 2008, tres décadas después del cierre de la fábrica, el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación refaccionó parte del viejo edificio y lo equipó como un taller de costura. Lo que antes era el depósito de la textil Escalada, ahora está poblado por 49 máquinas de coser nuevas con las que, en tiempos de producción, las cooperativistas trabajan a doble turno. La cooperativa tiene dos marcas propias: Escatex (para guardapolvos, ambos hospitalarios y prendas de trabajo) y La Raleña, nombre con el que produce su línea de ropa femenina. Mientras esas mujeres trabajan y aprenden a administrar su propio negocio, a sus espaldas, en un galpón con los techos carcomidos por el óxido, descansa bajo llave la historia de lucha de su pueblo.

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En el edificio de la antigua textil Escalada, un gran portón metálico pintado de celeste separa lo que ahora es de aquello que alguna vez fue. Como si se tratara de la escenografía de una ficción cinematográfica, una pequeña puerta que obliga a agacharse para pasar nos conduce del presente al pasado. De un lado, quedan los murmullos de las voces y una luz cálida que atraviesa los ventanales sucios. Del otro, descansa una Atlántida cubierta de polvo. Un viejo cementerio de pesadas máquinas verdes con palancas oxidadas conectadas por las fibras mínimas de las telarañas grises. Todo lo que se alcanza a ver está inmóvil, detenido; pero los sonidos acercan ecos fantasmales que rebotan en cada rincón del galpón: crujidos metálicos, quejidos de chapas y de hierros, el batir de las alas de los grandes búhos blancos y de las palomas volando por los techos; las únicas formas de vida en una atmósfera saturada por la humedad y el olor rancio de la mierda de las aves.

En el fondo del tinglado, hay una habitación con una puerta que no se ha franqueado hace muchos años. Es el viejo almacén donde alguna vez trabajó Hugo Cabrera. Al entrar, los pies pisan un suelo mullido por el polvo que el paso del tiempo dejó olvidado y le imprimen sus huellas; únicas marcas en esa superficie que se me ocurre tan virgen como el suelo lunar hasta la llegada de Neil Armstrong. Por las chapas agujereadas del techo se filtran delgados rayos solares percudidos por las partículas de tierra suspendidas en el aire. Para poder ver, hay que ayudarse de la luz artificial de una linterna cuyo haz redondo va develando a su paso objetos en la penumbra: estantes con piezas mecánicas de las que cuelgan etiquetas amarillentas, latas con repuestos de máquinas de coser, un yunque, un pequeño ventilador de metal, una máscara de soldador y una balanza que descansan cubiertas de telarañas en una mesa de trabajo y, sobre esa mesa, un saquito de té usado y, más allá, una botella vacía como de ginebra. Parecen los rastros de un barco hundido en el fondo del mar; los escasos signos de vida que ha dejado una catástrofe devastadora e impredecible.

Desde que la textil cerró para siempre sus puertas en marzo de 1978, Juan Francisco Cabrera ha sido el solitario guardián de estas ruinas industriales. Ha caminado una y otra vez por este paisaje de desolación custodiando no sólo la fábrica que se detuvo en el tiempo, sino el recuerdo de aquel pasado glorioso de lucha que ella resguarda en sus oxidadas y ahora inútiles entrañas. Cuando repetimos con Juan Francisco el recorrido por lo que fue Escalada, los galpones abandonados comienzan a poblarse con las voces y los rostros que su memoria invoca. Aparecen por ahí Juan Manuel “Chorbita” Salinas, Juan Antonio “El Cabudo” Bórquez, Antonio Domingo Paz, Enrique Lisandro y Domingo Díaz; entre muchos otros. Están, de pronto, como fantasmas del recuerdo, operando las maquinas que escupen mantas de algodón por sus cintas transportadoras o las que convierten ese algodón en finos hilos. El algodón sigue ahí, gris de tierra, atragantado en el interior de las maquinarias; entre los engranajes sin vida ni movimiento. Muchos de aquellos compañeros ya no están. Primero fueron por “Chorbita”- que entonces era Delegado Comunal del pueblo -, el doce de marzo de 1976. Luego, el ocho de octubre, se llevaron también a Enrique Lisandro Díaz, Antonio Paz y Domingo Díaz. Al principio, reinó la incertidumbre de no saber qué había pasado con ellos. Después, la certeza de que ya no volverían. Juan Francisco Cabrera recuerda el día en que lo supo. El administrador de la textil, el suboficial retirado José Telmo Cecilia, reunió a todos los trabajadores en el comedor de la fábrica y les dijo: “Esto había sabido ser un nido de la subversión. Los muchachos que se llevaron estaban metidos hasta la mierda, no tengan esperanzas de que vuelvan”.

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En Los Ralos, la dictadura militar había iniciado su raid de desapariciones con aquellos trabajadores y sindicalistas que habían participado en la lucha por la reapertura de la textil Escalada. Juan Francisco Cabrera presentía que más temprano que tarde vendrían también por él. Recuerda aquel tiempo de terror ahora en la pequeña habitación de la Oficina Técnica donde trabajó en esos días. Todo sigue como entonces, sólo que estropeado y mugriento: los vidrios rotos, la silla arrumbada, el escritorio desordenado y tapado de papeles cubiertos por cagadas de ratas; entre esos papeles hay una pila de tarjetas de ingreso donde se repiten los nombres de los trabajadores desaparecidos, quizás también el de Cabrera. En esa oficina, a fines de 1976, un alma piadosa le confirmó sus peores sospechas y le recomendó que se fuera, que escapara. Pero Juan Francisco no tenía adonde ir. No podía dejar su familia ni abandonar su pueblo. A partir de entonces, su vida fue la de un condenado a muerte que espera el momento en que su verdugo venga a cumplir con la sentencia.

*****

Se despertó sobresaltado por el resplandor hiriente de las linternas que se posaron en su rostro. Abrió con esfuerzo los ojos encandilados para descubrir que, esa madrugada, la del sábado 11 de junio de 1977, acababa de comenzar su peor pesadilla.

Eran sombras difusas las que se agitaban en la oscuridad del cuarto matrimonial. Una de ellas habló:

– ¿Cómo te llamás vos?
– Juan Francisco Cabrera.
– Vamos, vamos, vamos.

Se sentó en la cama, se puso el pantalón y los zapatos sin medias. No alcanzó a incorporarse cuando comenzó a recibir una andanada de piñas y patadas. Los golpes más vehementes venían de un oficial de policía que hedía a vino. Alguien tomó una camiseta malla y le vendó los ojos, mientras otro le colocaba con torpeza las esposas. Dora, su mujer, comenzó a gritar. Esteban, su hijo de nueve meses, continuó durmiendo en su cuna.

Lo llevaron a los empujones por el pasillo que va desde el cuarto del fondo al frente de la casa. Al pasar por la puerta del cuarto de su madre, percibió sus sollozos. Las últimas voces familiares que lo despidieron fueron las de sus dos hijos mayores que repetían: papito, papito.

Una vez afuera, lo metieron en el baúl de un Peugeot 504 en el que ya había una persona. Nunca supo quién. Ninguno habló. Quizás porque el miedo los había paralizado. Quizás porque nadie sabe qué decirle a un compañero de tumba. A medida que se alejaban de Los Ralos, las luces de los faroles de las avenidas, distorsionadas por el movimiento, se filtraban por las hendijas del baúl mal cerrado. En ese momento, Juan Francisco Cabrera sintió que al final del camino lo esperaba la muerte.

En el Arsenal Miguel de Azcuénaga a Juan Francisco Cabrera le hundieron la cabeza en un tacho de agua una y otra vez al borde de la asfixia. Lo metieron en un gran galpón separado en dos hileras de pequeños boxes donde dormía sobre el piso, con los pies saliendo al pasillo y una vieja manta como único resguardo del frío de junio que calaba en los huesos. Ahí, compartió cautiverio con unos cuarenta hombres y mujeres que llevaban el terror marcado en los cuerpos y en sus espíritus. Ahí, las tardes y las noches se llenaban con los ecos de los gritos desgarradores de los que eran torturados. Cuando le tocaba su turno, sus alaridos se sumaban a ese coro de espanto cada vez que le aplicaban descargas eléctricas en la cabeza y los genitales. Ahí, los torturadores lo alimentaban con mate cocido y una sopa de verduras aguachenta y lo tocaban con un palo. Ahí, lo acusaban de montonero y amenazaban con asesinar a toda su familia. Ahí, sobre la ruta nueve, en el Departamento de Las Talitas, funcionaba el centro clandestino de detención más grande de todo el noroeste del país durante la última dictadura militar. De ahí, había quienes decían que nadie volvía y quienes decían que a aquellos que se salvaban, les daban carne con la comida. De ahí, hubo quienes nunca volvieron y quienes, al regresar, no volvieron a ser los mismos.

En el Arsenal Miguel de Azcuénaga, Juan Francisco Cabrera dejó de ser humano para convertirse en una cifra; le quitaron el nombre y le dieron un número. Era el 65.

La última y peor de todas las torturas que recibió Juan Francisco en el arsenal fue la de la tarde del jueves 23 de junio. El martirio comenzó con seis militares pateándolo en el piso hasta quebrarle siete costillas, dos del costado izquierdo y cinco del derecho. El dolor lo desmayó. Despertó con las convulsiones eléctricas de la picana que le sacudieron todo el cuerpo como un rayo que lo atravesaba desde la cabeza a los pies. Con cada espasmo, se mordía furioso la lengua, que se volvió una masa de carne hinchada y amorfa en su boca sanguinolenta. Se volvió a desmayar y alguien tiró su cuerpo en medio de los pastizales. Quedó de cara al cielo un tiempo que no puede medirse en horas, porque el tiempo ya no era la sucesión implacable de los segundos y los minutos, sino que había perdido toda su densidad; toda su lógica empírica. Estaba en una especie de trance entre la conciencia y el sueño; entre la vida y la muerte: “Yo sentía voces. Era como un sueño, como si estuviera muerto y me estuvieran velando y las voces eran de la gente que estaba en mi velorio. Y esas voces eran de unos soldados con un jefe”.

Un baldazo de agua helada lo volvió a la realidad o lo que quedaba de ella en esa confusión en que se encontraban sumidos todos sus sentidos. Escuchó la voz del jefe, admonitoria, pero con un tono casi paternal:

– ¡Pelotudo de mierda mirá lo que te han hecho! Casi has muerto, boludo, por no colaborar, por no decir algo. Vos decís que sos radical y si sos radical ¿cómo no vas a colaborar? Esta manga de terroristas asesinos y resulta que vos no nos das una salida. Una pequeña cosa que sepás nos va a servir de mucho, pero vos no abrís la boca.

– ¿Y qué quieren que hable? – alcanzó a articular con la torpeza de su lengua destrozada – ¿Quieren que invente? Yo no sé nada de lo que ustedes me preguntan. Yo digo la verdad. Yo sé que ustedes me van a matar por no hablar, pero qué quieren que les diga. Matenmé, yo no voy a inventar nada.

– Mi padre ha sido dirigente de la Unión Cívica Radical y yo tengo simpatía por el radicalismo, por eso te pido que colaborés.

– La mejor colaboración que puedo hacer es decir la verdad.

– Mirá, te voy a hacer una pregunta: ¿Cómo se llamaba el dirigente del radicalismo que murió con el micrófono en la mano, dando un discurso en la tribuna?

– Crisólogo Larralde – respondió, sin dudar, al acertijo de aquella esfinge de la que dependía su vida.

Tras la respuesta, Juan Francisco recibió una palmada. Entonces no lo supo, pero hoy no duda de que aquel militar era el General Luis Alberto Cattáneo, el segundo jefe militar de Tucumán durante el golpe de Estado de 1976.

Pasó una semana en la que tuvo que dormir sentado por el dolor que le provocaban las costillas fracturadas. Ese mediodía del jueves había un sol tibio y los guardias habían decidido sacar a los detenidos del galpón para el almuerzo. Juan Francisco revolvió el caldo aguado de siempre, se llevó la cuchara a la boca y masticó un pedazo de carne que le dejó sabor a libertad.

*****

En su relato, cada vez que nombra a algún compañero que ya no está, Juan Francisco Cabrera distingue siempre entre los que llama “muertos de muerte natural” y los otros, los que sabemos muertos de una muerte atroz; los muertos de muerte política. De los raleños que los militares se llevaron antes que él, ninguno volvió. De los seis hombres que secuestraron de sus casas entre la noche del 10 y la madrugada del 11 de junio de 1977, sólo sobrevivieron un ex trabajador del ingenio llamado Santos Juárez y él. La noche del jueves 30 de junio, un auto los dejó al costado de un camino de ripio, en las afueras del pueblo. Se quitaron las vendas, se abrazaron y lloraron juntos con la luna como único testigo. Estaban demacrados, sucios y con la barba crecida. Habían vuelto después de pasar veinte días en el peor de los infiernos: “Era un milagro. Nunca en mi vida, ni hasta entonces ni después, creo que vaya a tener un momento más feliz que ese”, dice Juan Francisco y, por primera vez, la voz se le quiebra y los bordes de sus ojos se humedecen. Una semana después de aquella noche que los liberaron, Santos Juárez abandonó Los Ralos para siempre. Él se quedó en el pueblo, sólo con su historia; sobreviviendo una vez más.

En el año 2013, Juan Francisco Cabrera declaró como testigo en la causa por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura en el Arsenal Miguel de Azcuénaga y en la Jefatura de Policía de Tucumán. Su testimonio como sobreviviente de aquel campo de exterminio contribuyó a que 34 represores fueran condenados. A su manera, con una fuerza que parece inagotable, continúa luchando contra el miedo a que los militares vuelvan por él, contra los fantasmas que se le presentan por las noches cuando en sueños se sacude como si lo estuvieran picaneando otra vez, contra el tiempo, contra la amenaza del olvido.

*****

– ¿Qué sintió durante el tiempo en que estuvo secuestrado?

– En las primeras torturas, me preguntaban algo y, cuando quería empezar a hablar, ahí me torturaban. Yo sostengo que eso era para hacerte sentir que uno es un animal, un pobre infeliz que no vale nada, que uno deja de ser un ser humano. Porque ellos sabían que yo estaba por contestar y me torturaban. Era como decirte que sos una mierda. Era una degradación de la persona. Si tenías algo de fibra para luchar, para pelear, para defenderte, ahí te la tiran pa’ la mierda.

– ¿Eso fue lo peor que le tocó vivir en el arsenal?

– No, no hay peor cosa que escuchar a un ser humano cuando es torturado. Es una cosa descarnada, algo terrible.

– Juan… ¿Se arrepiente de algo?

– De nada, en absoluto.

– ¿Volvería a hacer lo mismo aún si tuviera que volver a pasar por el secuestro y la tortura?

– Sí. Volvería a hacer lo mismo, como hace casi 50 años.

La voz de Juan Francisco Cabrera suena fuerte, cargada de una convicción pétrea. Sus palabras parecen abarcarlo todo; como si un eco sacudiera las paredes amarillentas de la casa, los adornos antiguos, los cuadros en sepia, la botella de vermut vacía. Me imagino que así sonaron aquellas últimas palabras de Crisólogo Larralde en la tribuna. Pero ahora todo está quieto y el silencio se instaló en las miradas. Miro a Juan, el cuerpo magro, cansado, algo encorvado quizás por el peso de los años y de algunas ondas tristezas. Lo miro y me pregunto qué es un héroe. Me pregunto si el hombre que tengo sentado enfrente es acaso un guerrero envejecido que decidió nunca rendirse. Tal vez, un moderno Don Quijote de Los Ralos. Pero no, el brillo febril de su mirada no es síntoma de locura, aunque comparta su raíz de vehemencia. Lo suyo, es una pulsión vital diferente. Recuerdo que Bob Dylan definió al héroe como aquel que entiende la responsabilidad que conlleva su libertad. Un héroe es quien lucha por esa libertad, aunque le toque en suerte la derrota o la utopía perpetua; que es, acaso, una forma más idealizada de derrota. Un héroe es quien defiende el humanismo de saber que en su destino está cifrado el destino de todos los hombres.

Un héroe es, ante todo, alguien que escribe su propia historia y, en ella, la de su pueblo:

– Juan… ¿Qué cuento? ¿Quién es Juan Francisco Cabrera?

– Cuente que he sido un soldado de la causa popular. Que he actuado con total entrega sabiendo que me jugaba la vida siempre pensando en todos los compañeros. Pero no solamente yo, todos hemos participado de la misma manera. Esto es una conducta; una manera de ver las cosas y de cumplir con la consciencia. No podría dormir si veo una injusticia y no hago nada. Y siempre dentro de la ley – hace una pausa y lanza un suspiro -, siempre dentro de la ley.

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