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En la casa donde me crié, hay una foto que se mantiene bajo el vidrio de una cómoda desde que tengo memoria. Es de mi infancia, de unas vacaciones familiares en Mar del Plata y se me ve sentado en uno de esos pozos que se cavan en la arena de la playa para encontrar el agua que dejan las olas por la noche. Tengo como 22 años menos, un gorro marinero de esos que usaba el capitán Piluso y me estoy meando. Lo sé, no sólo porque el gesto de mi rostro lo delata sino porque por esas arbitrariedades de la memoria, el recuerdo me ha quedado grabado como una sensación de satisfacción húmeda y cálida.
Ahora no estoy en el departamento de Villa 9 de Julio donde me crié, estoy en la playa de Copacabana, en la fila más larga y divertida que hice en toda mi vida; la fila en cuyo extremo está el ingreso al Fan Fest de Río de Janeiro donde miles de hinchas de todo el mundo verán el partido inaugural del mundial, el que jugarán en unas horas Brasil y Croacia. Arriba de mi cabeza el sol brilla insistente, justo por arriba de las montañas que rodean al mar. De fondo, hay una música que se repite una y otra vez: pepepepe pepepé pé. Hay ganas de bailar y camisetas de todos los colores: la mayoría amarillas con un diez y el nombre de Neymar Junior. También abundan las celestes y blancas de los que hoy son Messi. Pero yo soy Maradona, el del Nápoli, en la casaca que mi amigo Bruno me pidió que trajera para que él también estuviera acá. Y seguro que está cuando se las muestro a unos ingleses rubios y gordos que toman cervezas en un barcito al costado de la fila. Mi arenga los ha aguijoneado, les ha tocado una herida vieja y no del todo curada porque me responden con un canto que suena ingulan, ingulan, ingulan. A mis costados desfilan rubias, morochas, mulatas, vendedores de caipiriña, de cervezas. De pronto, un grupo de hinchas argentinos se amontonan, se aprietan, cantan y gritan cuando ven una cámara y a un periodista del canal de deportes TyC Sports. Parecen un pequeño y ruidoso cardumen de pirañas tras una pieza. Todos quieren estar, que del otro lado donde están sus vecinos y amigos los vean y mandarles un abrazo que viaje por la pantalla.
Ahora, de pronto, unas corridas y la fila se desarma. Todos corren rumbo al arco de entrada al Fan Fest. Yo también meto un pique a lo Burruchaga en la final del 86 pero en la arena se me hace difícil. Llego agitado al medio de una muchedumbre desordenada que pugna por entrar al lugar donde los sponsors de la Copa del mundo ofrecen su show y sus productos. Pero nadie logra avanzar de su sitio. Están ahí todos apiñados preguntándose qué hacer. Si pechar, esperar o qué. Lo cierto es que nos aburrimos todos en esa laguna humana estancada en la arena. Con Pedro, Pato y los colorados decidimos no esperar más y nos vamos de ahí con dirección a las olas. En el camino me cruzo con el profe Aimar, el técnico que sale en la televisión explicando tácticas y estrategias dibujadas en un pizarrón. Esta vez parece desconcertado, no hay dibujo táctico que lo haga zafar del aprieto. Lo saludo apurado porque necesito evacuar varias cervezas. Pero los baños están del otro lado de la valla que separa el show del merchandising, de las olas.
Ni yo ni los otros la pensamos demasiado. Dejamos mochila, zapatillas, camisetas y billeteras en la arena y nos metemos en el agua. Yo espero la impunidad de una ola que me tape la cintura y entonces, como hace 22 años, repito el gesto, y la sensación de satisfacción húmeda y cálida vuelve como en aquel verano en Mar del Plata. Al rato estoy rodeado de amigos en boxer que se zambullen en la espuma. Todos con la mejor sonrisa que pueda imaginar dibujada en el rostro. No les importa ni la pantalla gigante, ni todo lo que tienen para venderles en el Fan Fest. Ellos también ahora son niños y están jugando. Porque el fútbol, en el fondo, no es más que eso, un juego. No un mercado de productos ni garabatos en una pizarra. El fútbol es un juego y esto que estamos viviendo, la travesura más grande del mundo.