Bitácora Zeta

El día que pudo ser el más triste del mundo

Imaginemos la postal de un mediodía perfecto de playa. Y no una playa cualquiera, sino una de las más famosas del mundo, la de Copacabana, en Río de Janeiro. Tenemos acá al sol radiante que brilla por encima de las montañas y que rebota sus rayos en el mar. Las olas rompiendo, volviéndose espuma, desapareciendo en la arena amarilla bajo nuestros pies. Un barco meciéndose en el horizonte claro. Morochas esculturales en bikini, tostándose de culo al sol. Muchachotes fornidos en sunga. Niños correteando, diseñando casas de arena. El canto de sirena de los vendedores ambulantes que ofrecen de todo: caipiriñas, cervezas, tequilas, gaseosas, camarones, empanadas, sanguches, milangas, habanos, bikinis, banderas, camisetas, vestidos, llaveros, collares, pulseras… Y el que pasa ahora delante nuestro, fumando y arrojándonos el humo dulzón en la cara. Sonriendo con un gesto pícaro en el que brilla un diente de oro. Cantando: “cerveija, cerveija, cerveija” y, un par de notas más bajo, con disimulo pero no sin impunidad: “mariguana”. Un mediodía perfecto, brillante y feliz de playa que, con el correr de los minutos, se irá transformando en el paisaje en el que miles de camisetas amarillas y verdes padecen de pie. Gritan, putean, se muerden los dedos. Sufren.

Y es que la escena es por demás atípica. ¿Cuándo se vio a tanta gente reunida sufriendo en una playa? ¿Cuándo se vio a tantos brasileños juntos sufriendo? El contexto y los personajes en cuestión no encajan en ninguna lógica, no resultan coherentes; tanto así que todo esto pareciera el resultado de una ficción perversa, de una imaginación alucinada. Porque, desde acá y hasta ahora, pareciera que los brasileños no sufren. Ellos tienen el carnaval, la playa, el futibol, las mininas. La alegría incorporada a la piel, como una cualidad genética. Pero ahora no están cantando, ni danzando, ni festejando. Ahora y acá, en la siesta de la playa de Copacabana, están mirando en una pantalla gigante el partido de octavos de final contra Chile. Y están todos en silencio. Y entonces no importa que venga una ola y les robe las ojotas. O que se les caliente la cerveza. Ahora y acá, no hay nada que los perturbe más que lo que sucede en esa pantalla. Y lo que están viendo es cómo se define la alegría o la tristeza de todo un pueblo; su propia alegría y también su propia tristeza.

Creo que, en el fútbol, entre una victoria épica y un fracaso doloroso pueden haber sólo unos minutos de diferencia, o bien, unos centímetros; acaso los centímetros que necesitaba la pelota que pateó el delantero chileno Mauricio Pinilla en el minuto 119 del partido para ingresar al arco en lugar de pegar en el travesaño. Y no digo nada nuevo al decir que eso es, justamente, lo que hace a este deporte tan especial: la gloria o el fracaso a un puñado de centímetros o minutos de distancia. Si fuera tan sólo un resultado deportivo lo que está en juego, entonces la cosa no reviste mayor importancia. Pero acá y ahora, en Brasil, en el mundial, el que pierde se va y el que gana se queda. ¿Y si el que pierde en los penales es Brasil? ¿Adónde se van a ir todos estos brasileños que sufren en la playa si el mundial es en su casa? ¿Y los que sufren en la cancha? ¿Y los que sufren en sus casas? Si pierde Brasil, entonces, ahora sí que se termina el mundial. Se termina para ellos y para todos nosotros, los convidados a su fiesta. Porque son los dueños de casa y esta fiesta es de ellos. Y a los que estamos acá nos alegra verlos cantar, danzar y festejar. Y de última, si tienen que sufrir, si tienen que llorar y entristecerse por un resultado deportivo, queremos ser nosotros, los argentinos, los protagonistas de esa tristeza. Y ahí sí que Brasil decime que se siente.

Dicen que las definiciones por penales son una timba: plata o caca. Si yo tuviera que haber apostado a que vería el partido más importante en la historia del fútbol chileno en la playa de Copacabana, con las olas besándome los pies, entonces esa sería una apuesta de 300 a 1. Y si la apuesta era que Chile deja afuera a Brasil en su propio mundial, entonces las matemáticas serían aún más insólitas. Pero no es la lógica, ni la matemática la que manda en una cancha de fútbol. Son, a veces, esos centímetros o minutos que separan a la gloria del fracaso, a la alegría de la tristeza. Azar, intuición, o un determinismo inexplicable que hace que las cosas sean de un modo y no de otro. Es ese mismo determinismo el que dice que toda esta gente no se merece la tristeza. No hoy, ni acá, ni ahora. Por eso, cuando en el último penal de la serie, Gonzalo Jara estrella la pelota en el palo. Recién entonces, acá y ahora, todas las camisetas amarillas y verdes sueltan el grito largo y sonoro que tenían atragantado. Saltan y estallan en un coro desordenado. Una rubia alta que tiene la diez de Neymar Junior justo por encima de la parte baja de la bikini se seca las lágrimas mientras se arroja a los brazos de otro Neymar Junior aún más rubio y alto. Él la aprieta junto a su pecho y la mantiene elevada, con sus pies suspendidos sobre la arena mojada. Unas morochas bailan en círculos, abrazándose a quienes se interpongan a su paso. El vendedor de cerveza y porro vuelve a dibujar la sonrisa del diente de oro mientras otros se miran con expresión de alivio. Lo que pudo ser el día más triste del mundo, de pronto, vuelve a ser una tarde perfecta y brillante. Con playa y fiesta.

Pero también están los otros, aquellos a los que hoy les tocó la tristeza. Son los que caminan por la arena con los pies pesados y las caras rojas, envueltos en banderas chilenas. No son miles, pero cargan en sus hombros la amargura de muchos otros. Saben que estuvieron cerca, que tuvieron la gloria a unos pocos centímetros y que esta les fue esquiva. Han perdido con grandeza, pero acá y ahora, ese es un placebo bastante amargo para su sufrir. Entre esos que festejan de un lado y los que se lamentan del destino por otro, caminamos nosotros con Pedro, que hoy no perdimos, pero también nos toca volver a casa. Y como vamos con camisetas argentinas nos agitan y nos cantan porque ahora, después de la agonía de los penales, ellos han vuelto a ser los pentacampeones que van por su sexta corona y la confirmación definitiva de que, una vez más, son los mejores. Entonces también nosotros nos lamentamos porque no estaremos esta noche festejando con ellos en las calles, en Ipanema, en Copacabana o en Lapa. Porque ya estamos arriba del taxi que nos lleva al aeropuerto, todavía de bermudas y con el pelo lleno de arena, y vemos que, desde arriba de la ciudad de Río de Janeiro, el Cristo del Corcovado nos despide con el abrazo más grande del mundo, abrazo que se replicará más tarde en Buenos Aires con la Maby y después en Tucumán con los que queremos. Entonces miro por última vez al Cristo y me canto para adentro: Volveremos, volveremos. Volveremos otra vez…

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