Bitácora Zeta

¿Y tú qué?

La última vez que vi al Chavo fue en la casa de mi amigo El Boli, en la siesta calurosa de dos domingos atrás, antes de ir a la cancha. Era uno de esos capítulos que sucedían en el restaurante de Doña Florinda, una de esas locaciones que siempre me resultaron extrañas porque, tal vez, los ojos jamás se pueden terminar de acostumbrar a ver al Chavo en un lugar que no sea la vecindad.

La Chilindrina lo había convencido de que ahí comerían gratis, y el Chavo, el niño más inocente del mundo, sonrió son la boca cerrada, llevó los brazos al costado y levantó con alegría su quijada. Zas.

En un pensamiento guiado por esquemas absolutamente lógicos, uno podría suponer que cuando los artistas ya no están sus obras continúan intactas, porque las creaciones tienen sus propios tiempos de existencia. Pero sucede que no es tan así. El Chavo sigue y seguirá igual de vivo que siempre, pero su creador, a quien la mayoría no pudimos conocer, acaba de dejar la Tierra. Y con su partida hay un poco de esa nostalgia dolorosa, de esa imagen de noche cuando el Chavo deja la vecindad acusado de ratero, origen del llanto más triste de la infancia de miles de niños del continente americano. Entre ellos, incluido el mío. Es que dolía tanto esa acusación injusta, dolía tanto esa tristeza, esa bolsita que colgaba del palo al hombro dolía. Y ahora de nuevo a más de uno nos da ganas de decir: No te vayas, Chavo.

¿Muere un poquito del Chavo con la partida de Roberto Gómez Bolaños? ¿Se va el Chavito y ahora no volverá? ¿O qué es eso que tantos estamos sintiendo ahora? ¿Será que, de verdad, somos tan humanos como para querer a alguien por lo que hizo, así no lo hayamos conocido?

Tal vez esa respuesta la tienen ya quienes, lamentablemente, han repetido algunas veces el dolor de perder a personas, cercanas o lejanas. Quienes andamos por los treinta, en un abrir y cerrar de ojos estaremos por la mitad del camino, y es ley de la vida que empiecen a suceder cambios, así no nos gusten y, desde ahora, cada vez sean más frecuentes.

También recuerdo al Chavo adentro del televisor Grundig que teníamos en el barrio Viajantes, las calles donde pasé mi infancia. Por aquellos años de capítulos por la mañana, habrá surgido mi amor hacia la escena más hermosa que vi en televisión; aquella donde El Chavo le lee a Don Ramón la carta de la Chilindrina. Lee en voz alta, entre otras cosas, que la Chilindrina llegaría ese mismo día desde Si le halla Juan al gato, digo Celaya Guanajuato, y casada con el viejo, digo cansada con el viaje.

Esa escena va a seguir igual de maravillosa, pero hay algo que cambia en mí ahora que la acabo de volver a ver: se me aparecen en la cabeza las últimas fotos de Gómez Bolaños, ya un poquito viejo, ya un poquito ocre.

Luego imagino que El Chavo se para en el centro de la vecindad, en pleno silencio. Pasa el pulgar por abajo del tirador, a la altura del hombro y se queda quieto. Solo y quieto. Mira arriba y pregunta:

-¿Y tú qué?

-¿Qué de qué?, se responde desde el cielo.

Sugerencias

Newsletter