Bitácora Zeta

Buenos muchachos, mejores narradores

A los buenos muchachos
que se animaron a hacer una revista
como se les cantó las pelotas.

No me gusta la televisión. Detesto la repetición cíclica de noticias inventadas, el desfile incesante de opinólogos de toda índole, la espectacularización de las miserias humanas y la banalización de lo real que propone la pantalla. Prefiero tomar un taxi y que el tachero me comente las novedades que vio por TV o escuchó por radio. Créanme, los taxistas resuelven antes que nadie los crímenes de los que habla la llamada opinión pública. Incluso tienen la receta para hacer que este país funcione. Si tan sólo los economistas escucharan a los taxistas…, pero esa es otra historia.

Volviendo a la TV, hace poco tiempo he adquirido un hábito que me ha obligado a establecer una amnistía con el medio. Todos los sábados por la noche, antes del encuentro con amigos, los brindis pertinentes y las celebraciones de turno, miró Buenos Muchachos; el programa del que participan El Bambino Veira, Guillote Coppola, Coco Basile y Cacho Castaña. Sin temor a exagerar, me animo a calificarlo como lo mejor que sucedió en la televisión argentina en la última década después de las trasmisiones de fútbol y algunas ficciones memorables. La idea es tan simple que parece ajena al espectáculo televisivo: cuatro tipos en torno a una mesa cuentan historias. No cuatro tipos cualquiera. Son cuatro viejos lobos de mar de colmillos todavía afilados, hombres que han vivido los placeres de la noche y gozado de los flashes de la fama. Imaginemos la siguiente escena: Un boliche porteño. Música, luces, mujeres, copas. Fiesta. De pronto, un objeto volador no identificado surca la noche. Es Nelson, el hombre más pequeño de la tierra, que, en un descuido, acaba de ser lanzado al aire por quien dicen es el más grande de todos los tiempos; un tal Diego Armando Maradona. Emulando a Sergio Goycochea en el mundial del 90, Guillermo Coppola abaraja al diminuto ser sin poder evitar que se golpee un poco. La noche sigue y la fiesta también. La historia es tan surrealista como real. Una maravilla, la definirá el Bambi acomodándose histriónico el cuello de la camisa. Es que Buenos Muchachos es mucho más que una apología de la nocturnidad. Antes que nada, es un compendio de grandes relatos.

Los buenos muchachos son cuatro buenos narradores. Narradores que entienden que la vida es tanto lo que se vive como el relato de lo vívido. Como bien lo grafica la historia de aquel hombre que por azar termina en una isla desierta acompañado sólo por una mujer despampanante (supongamos una Angelina Jolie o una Silvina Luna). Dada las circunstancias, los únicos seres humanos en la isla liberan sus instintos y se dejan arrastrar por el frenesí que los invade. Una vez saciadas las apetencias carnales, el hombre siente un vacío que lo ahoga. Acaba de tener sexo con una de las mujeres más bellas de la tierra en una isla paradisiaca, pero no ha sido suficiente, algo le falta. Entonces, toma una brasa apagada de la fogata y, con la delicadeza de un artista renacentista, pinta en el rostro de la escultural fémina unos frondosos bigotes. La mira a los ojos, le apoya una mano en el hombro y con tono triunfal le dice: “Che, a que no te imaginás la mina que me levanté anoche”.

La necesidad de narrar no es otra cosa que la manifestación del irreprimible afán de trascendencia del hombre. A menos que hagamos construir una esfinge o una estatua con nuestro rostro, sólo el relato de nuestra vida quedará cuando ya no estemos en este mundo. Seremos unas cuantas anécdotas desparramadas por ahí con el recuerdo de lo que hicimos. De ahí la importancia de los narradores, de los buenos muchachos: ¿Qué sería sino de aquel gol del cabezón cuando gambeteó a medio equipo del barrio rival? ¿Dónde quedaría aquella mano noqueadora que terminó con la trifulca? ¿Dónde, la vez aquella que nos metieron en cana, o el día que le robaste un beso a la más linda del curso? Todo eso vive en el relato. Si no fuera por la narración, los momentos más sublimes de nuestra existencia se extinguirían. O bien, nos veríamos condenados a registrar con una cámara todo lo que hacemos, como esos turistas nipones a los que se les va la vida fotografiando o filmando cada una de sus acciones. El sueño de esos orientales es reencarnar sólo para tener tiempo de ver todos sus vídeos ¿vivir? ¿Para qué? Llámenme anacrónico, pero yo prefiero que me cuenten el cuento. Como hace un siglo atrás, los mejores polvos todavía se echan en una charla de café, que es el mismo lugar donde hacemos nuestros mejores goles, donde seguimos bailando con la más bella y pegando nuestras mejores piñas.

Hay que decirlo, el que asume la condición de narrador no es ningún gil. Sabe que al ser el dueño del relato puede jugar el rol que más les convenga en la historia. De ahí el surgimiento de esas anécdotas que suelen encabezarse indefectiblemente con la frase: “Resulta que tengo un amigo que…”. Siempre es ese amigo el que termina en una confusa relación con una mujer que luego resulta no ser tan mujer, el que comete una estafa o alguna picardía desmesurada. En consecuencia, el narrador es siempre un buen muchacho. No quiero ingresar en profundas elucubraciones sociológicas, pero un buen narrador a nadie puede caerle mal. Los que cuentan historias son como encantadores de serpientes. Llegan a cualquier reunión social y al rato están rodeados de personas que les prestan la oreja. No tardan en ser el centro de atención de la fiesta. Los que integran la ronda, sedientos de relatos, comienzan a pedirle que despliegue su repertorio: “Che contate cuando…” “¿Te acordás de aquella vez que…”. No importa que las narraciones sean viejas o repetidas, siempre hay alguien dispuesto a volverlas a escuchar una y otra vez. Ahora bien, todo lo contrario sucede con el opinólogo – ya sea profesional o prestador vocacional de opiniones -, aquel que siempre tiene una opinión para todo, no importa que tan metafísico o mundano sea el tema que se trata. Ya sea que se hable de táctica futbolística o del preocupante incremento del déficit poblacional en el norte de Alaska, donde sea que haya una discusión, estará el opinólogo para meter la cuchara. Sin que nadie le de vela en el entierro, él aportará su visión sagaz, infalible e irrefutable. Es un hecho, lo que el narrador tiene de carisma y simpatía, suele tener en proporciones similares el opinólogo en pedantería y pelotudez.

Hay narradores de todo tipo. Los hay tan virtuosos que hasta son capaces de practicar el coito a través del relato. Se los conoce vulgarmente con el nombre de culianderos porque tienen el maravilloso don de coger de palabra. Otros hay tan admirablemente prolíficos en historias que en una sobremesa de domingo humillarían a la Sherezade de Las mil y una noches. Los hay de relatos cotidianos y también de narraciones hollywoodenses. Narradores de verdades y mentidores crónicos. A estos últimos no hay quien les crea, pero su gusto exacerbado por la ficción no les resta audiencia, al contrario, la gente se amontona sólo para escucharlos mentir. El público se pregunta expectante: ¿con qué saldrá este ahora? Y el tipo, con un instinto de autosuperación envidiable, sin decir mentira va, al rato está contando que el sábado pasado tuvo que fajarlo a Rambo en un asado porque se hizo el vivo y le miró el culo a su novia, una actriz porno sueca a la que conoció por Facebook. De estos pequeños cuentistas los hay inofensivos y hasta simpáticos, pero también de aquellos que corren el riesgo constante de terminar apuñalados en cualquier beberaje.

A lo largo de mi vida he tenido la dicha de encontrarme con muchos narradores. Si tuviera que hacer una genealogía estaría obligado a comenzar por mi viejo, a quien todos conocen como El Payo. Estoy convencido que una compilación de todas sus historias tendría más volúmenes que la enciclopedia británica. Con El Payo, una charla de café puede convertirse en cualquier momento en un extraordinario viaje por el tiempo, por sus muchas noches y sus múltiples vidas. A él seguramente le debo el gen de contar historias. En Villa 9 de Julio, el barrio donde crecí, también hubo siempre grandes narradores. Recuerdo que El Pelao Manuel se había apropiado de uno los bancos de la plaza. Bastaba que él se sentara los domingos a la siesta en el banco de cemento de la esquina donde se cruzan la Méjico y la Muñecas para que, en cuestión de minutos, se arrimara una procesión de almas averiadas que buscaban en sus historias un paliativo para la resaca. En esta lista no puedo olvidarme de mis amigos periodistas a quienes un vicio profesional los ha vuelto hábiles fabricantes seriales de rumores. Ni de mis compañeros de pesca y caza, todos ellos expertos en el manejo de la hipérbole a la hora de contar sus aventuras. Tampoco del gran Kilo Bazán y sus relatos sin remate. Un par de años atrás, tuve la suerte de cruzarme con dos de esos buenos muchachos contadores de historias. Fue una noche etílica en una playa uruguaya. Una voz ripiosa, de palabras arrastradas y pesadas, dijo que debíamos hacer un libro, tal vez, una revista. Después, las copas chocaron en un brindis. Luego, muchas noches largas más tarde, vino Tucumán Zeta. Ahora, cada vez que esos buenos muchachos repiten ese brindis ruidoso, no puedo dejar de pensar que, quizás, vivir es sólo la excusa para tener qué contar después.

Sugerencias

Newsletter