Compartir:
Siento el primer sismo cardíaco en el “arranca por la derecha el genio del fútbol mundial”. Son cientos de fibras y músculos y tendones que se estrujan al unísono en el pecho. Para entonces ya son historia la araña de sombra de la mitad de cancha y Peter Reid. En el “genio, genio, genio” es una represa sanguínea la que estalla de golpe y activa las terminales nerviosas; hormiguean, laten. La tensión se extiende a los miembros superiores. Butcher ni estorba. Fenwich estira la mano, pero el que viene ya no es sólo un hombrecito apurado, es alguien que le ha sacado un tranco largo a la muerte. “Ta-Ta-Ta-Ta-Ta-Ta-Ta” y la sangre golpeando en las sienes y el corazón en suspenso y cada poro crispado. Tras Shilton, la eternidad. Y Butcher de vuelta y ese miedo aterrador de que la patada, esta vez, impacte el tobillo izquierdo. Pero no. La pelota sigue su destino. Todo se ilumina. Reid, Butcher, Fenwich, Shilton en el piso; son historia. El tipo que corre con el puño derecho en alto, que se arrodilla al lado del banderín del córner, el que mira al cielo; es leyenda. Para el “barrilete cósmico ¿de qué planeta viniste?” los músculos contraídos ya han abandonado su rigidez y el torrente sanguíneo se ha vuelto remanso. Entonces quiero saltar, arrodillarme, gritar, abrazarme a mi viejo, besar a mi vieja. Pero sólo atino a llorar frente a la pantalla; apenas dos o tres gotas de maná líquido con forma de lágrima. Casi nunca lo hago en público. Quizás movido por cierto sentido del pudor, jamás por vergüenza. Esa epifanía cíclica y personal de sólo 10,6 segundos es una experiencia estética abrumadora. Es todo belleza, como el amor cuando es amor.
Hay un momento en la vida de cada hombre en que se cruza con su propio destino. Para Diego Armando Maradona, ese momento fue el mediodía del 22 de junio de 1986 en el estadio Azteca de México. La idea no me pertenece, es de un tal Jorge Luis Borges; un poeta que nada sabía de fútbol y que eligió la prudencia de morirse antes de tener que escribir las loas de ese gol. Porque ese día de hace ya más de tres décadas, Maradona alcanzó su cenit, explotó todo su talento, erigió su monumento y escribió su propia leyenda. Lo hizo en tiempos y circunstancias inmejorables para redimir un género anacrónico como la epopeya: a cuatro años de la guerra de Malvinas, contra Inglaterra, en un mundial. En una época manca de heroicidad, Maradona se creó a sí mismo como héroe de un relato que sabía perpetuo. Se postuló a la eternidad. Es cierto que los discursos acerca de la patria y la bandera y el honor y nuestros muertos conspiraron en la edificación de esa pétrea grandeza, pero la suya no fue una gesta bélica sino artística. Él no tuvo nada que ver con todo eso, ni con las arbitrariedades de nuestra memoria que lo glorificaba por una batalla que no libró, a la vez que enterraba en el olvido el recuerdo de los verdaderos guerreros. ¿Acaso se trata de la misma memoria selectiva que ahora disecciona al jugador de la persona para emitir ese juicio ya tan común que reza: “Maradona, como jugador, excepcional; como persona, una basura”? Sin embargo, no escuché nunca a nadie decir de Lewis Carroll: “como escritor genial, pero como persona, un drogadicto y un pederasta”. A eso también lo inventamos nosotros, no todos, sólo la mediocridad media. Supongo que se trata de gente de convicciones firmes, todos hombres muy adecuados que no han engañado nunca a sus esposas, ni han mentido, ni estafado a nadie. Hombres que no han caído nunca en la tentación de ciertos placeres ajenos a las buenas costumbres. Encarnan ellos la reserva moral de esta nación y ven en Maradona un desviado (desclasado, descerebrado, deslenguado). Ellos y sus vidas insípidas ¿acaso nos han dado apenas un ápice de toda la belleza que regaló Maradona en ese gol? No se lo merecen, ni al gol ni a Maradona. Tal vez, ninguno de nosotros los merezca.
Maradona se inventó a sí mismo ese mediodía de hace ya 33 años. Se inventó para siempre en la parábola que va de la picardía del primer gol a la genialidad del segundo. Al primero lo llamó – o llamaron – la mano de Dios y el nombre revela acaso el salvoconducto que le otorgan los fueros celestiales. Hay que reconocer que la trampa tuvo sus atenuantes: contra los ingleses, contra los que nos habían quitado lo nuestro; valía igual. Me pregunto si acaso Maradona no fue nuestro primer “roba pero hace”; nuestro Robin Hood. Lo cierto es que ni los más moralistas se privaron de aquel festejo. Pero el tipo sabía que con la estafa no alcanzaba para ser protagonista del gran relato. No le cabía el disfraz de farsante. Entonces dibuja esa danza con la que comienzan esos 10,6 segundos de desmesura estética donde se ve a un hombre dar los 44 pasos que lo resguardan para siempre de la muerte, del olvido, de cualquier fracaso. Apenas 10,6 segundos que no le hubieran alcanzado ni a Picasso ni a Beethoven ni a García Lorca para ser Maradona. Sólo 10,6 segundos en los que todo es belleza, como el amor cuando es amor; persistente en el tiempo y en la insistencia de estas lágrimas.
Fotografia de Eduardo Longoni