La copa del faso

Crónicas de Allá

La copa del faso

Un relato gonzo desde adentro de una competencia clandestina de degustación de marihuana en Salta. Humo, militancia, alienígenas, un perro extravagante, mucho porro y más.

Son 50 apóstoles que ocupan tres mesas largas en la galería de una casona en San Lorenzo, el barrio al pie del cerro y entre la exuberancia vegetal de las yungas que reúne a los más pudientes de Salta. Un lugar que tiene las comodidades de una villa veraniega a diez minutos de la ciudad, con casas que guardan autos lujosos en sus garajes y caballos estilizados en los establos a la espera de algún desfile. El viento arrastra hasta ahí el olor de la leña ardiendo en el patio iluminado de sol que se mezcla con el humo dulce, con los ecos de una canción instrumental, con el piar de algunos pájaros en los árboles, con los pasos mullidos de los perros en el pasto. Pero ahora, en este mediodía fresco de feriado del Día de la Bandera, todas las miradas, todos los oídos, parecen puestos en Sebastián, el uruguayo, que acaba de pararse y de tomar la palabra.

Petiso, de gorrita y solemne en su discurso, habla Sebastián. Desde sus sillas, los apóstoles escuchan. Los que se arriman a la baranda de la galería, también. Descansan en cada una de las tres mesas termos, mates, una lupa, una balanza digital, lapiceras, papel para anotar, papel para armar, filtros, picadores y ceniceros. Afuera el sol, el humo, una pileta, una carpa, algunas reposeras, un par de parlantes que acercan las candencias de un saxofón lejano.

Lo que explica Sebastián es que cada jurado deberá llenar las planillas con una nota del uno al diez en cuatro casilleros: presentación, olor, sabor y efecto. El puntaje final resultará de un promedio de esas cuatro notas. A partir de entonces y hasta que empiece a caer la noche, los 50 jurados seguirán la misma liturgia: se pasarán un frasco de mermelada con marihuana, lo destaparán, se llevarán la boca del frasco a la nariz en un gesto de sommelier, anotarán, lo pasarán, tomarán un cogollo, lo acunarán en el cuenco de la palma de la mano, lo mirarán como mira un niño una oruga colorida, anotarán, lo pasarán, lo picarán, armarán un cigarrillo, lo pasarán, le harán una pitada apagado, anotarán, lo pasarán, le harán una pitada prendido, anotarán, lo pasarán. Así durante horas y con cada una de las 51 muestras entre las cuales estarán las de los nuevos campeones.

Pero antes de que empiece ese ritual, en las palabras que darán inicio a la segunda edición de la Copa Cannábica “Lxs Generalxs: cogollos libertadores del NOA”, Sebastián, en el centro de todos los ojos, de todos los oídos, aplomado como un árbitro que advierte en el centro del ring a dos boxeadores antes de la contienda, recomendará poner todos los sentidos en estado de alerta, compartir criterios, disfrutar la experiencia y no perder el rigor a la hora de evaluar. Para cerrar su discurso dirá, con seriedad y un tono tan implacable como admonitorio:

– No se cuelguen.

No se cuelguen, dirá. Y agregará: hagan secas cortas.

*****

Antes, habrá que esperar en la vereda de un grow shop, mezcla de vivero, juguetería y pequeño café hippie hasta que un colectivo de dos pisos nos pase a buscar. Habrá que dejar el teléfono en una bolsa para que nadie divulgue el lugar ni saque fotos del evento. Habrá que colgarse del cuello una credencial que dice, en algunos casos, jurado y, en otros, público. Habrá saludos tímidos en la puerta y una señora que camina ayudada de un bastón, que entra al local y que pide en el mostrador un tuquero de los Simpsons para su hija.

Son las nueve y media, hace frío y el sol está en la vereda de enfrente. Ahí, una chica ensaya malabares con clavas, algunos de los que tienen la credencial de jurado charlan en un pequeño grupo y en otro apuran un porro mientras llaman a subirse a un bondi que nadie sabe exactamente adónde irá.

En el colectivo, se mezclan charlas y risas mientras unos mates circulan de mano en mano. El bondi avanza y salimos de la ciudad. Una nube dulzona levita sobre nuestras cabezas. Alguien acaba de prender el primero y lo hace pasar. Llega. Es un faso de sabor intenso y nombre literario: Moby Dick. Más risas. Alguien canta. Alguien tose. Alguien ríe y tose a la vez. El bondi sigue avanzando por la ruta para después meterse entre las calles de tierra, en el barrio de las grandes casas de techos a dos aguas con piletas, quinchos y jardines de la gente bien. En alguna parte del camino, tras las gotas de la ventanilla empañada, en un cartel al costado de la ruta, Juan Manuel Urtubey nos sonríe.

El bondi se detiene y hay un clima de euforia generalizada entre sus pasajeros que celebran haber llegado. Aunque muchos recién se conocen y otros todavía no logran vencer la timidez, el clima festivo es compartido. ¿Quiénes son los que integran esta comunidad efímera reunida por el porro? ¿Cómo han llegado hasta acá? ¿Los intimida la clandestinidad, la posibilidad de que todo termine en una redada policial? ¿Los atrae? ¿Qué nos espera del otro lado?  Pienso en estas cuestiones cuando, justo antes de bajarnos del colectivo, alguien dice, enfático y alegre, como en éxtasis:

– Esto es como una gira de egresados.

 

*****

En San Lorenzo, en el patio delantero de la señorial casona rodeada de verde, uno de los organizadores nos recibe a cada una de las 110 personas que lleva colgada la credencial de público con una bolsa que contiene: una cajita de papeles para armar tamaño estándar, una de papel tamaño XL, una de cartones para armar filtros y un portacigarro. A diferencia de los cumpleañitos a los que asistíamos cuando niños, en los que uno solía recibir su bolsita con regalos al final de la fiesta, esta llega apenas al comienzo y es, también, una especie de kit de supervivencia fumancheril. Se trata de un presente para quienes abonaron el equivalente a cincuenta dólares por la entrada. Para los jurados que participan de la cata, en cambio, el tributo para participar del evento fue diez gramos de sus cosechas.

Sobre el pasto perfecto de un verde fosfórico, casi incandescente, descansa una bandera que dice “No más presos por plantar. Cannabis es salud”. Atrás, se levanta una carpa de casamiento que dentro de minutos estará poblada de puestos de venta de distintos productos y hacia el fondo se ubica la pileta de agua esmeralda rodeada de reposeras. Más allá, unas estacas de metal clavadas al piso. Alrededor, la leña que recién está comenzando a arder regando el ambiente de una fragancia aterciopelada en una especie de maridaje sensorial con la música de reggae que suena de fondo.

Me siento en una mecedora del patio. Miro y escribo en ese balanceo tranquilizador, como quien navega por aguas mansas subido al lomo esponjoso de la ballena. A simple vista, parece un día de picnic. La gente se tira en el pasto, toma mate, come mandarina. Forman pequeñas islas humanas desparramadas en el verde o al borde de la pileta rodeada de pinos, palmeras y porros. La cacofonía o la ballena y su meneo rítmico me recuerdan a Pedro Pablo Pasculli y su gol con la selección frente a Uruguay en el mundial de 1986. Será porque es junio, mes copero; mes de efemérides mundialistas y maradoneanas. Será porque es el Día de la Bandera o porque acá todo es tan Uruguay. La competencia todavía no comienza y parece, por ahora, ajena a cualquier ismo futbolero: bilardismo, menotismo, bielsismo. Extraña por completo a la rivalidad que divide entre vencedores y vencidos. Me distrae de esas reflexiones un buldog francés negro que se pasea con una campera azul con capucha que, desde acá, parece una de esas camperas infladas y azules que usan los Directores Técnicos y algunos candidatos en campaña. Una vez más cerca, descubro que es tipo rompevientos. Ahora, un drone iluminado de luces surca el cielo. Ya no hay nada verdaderamente importante que suceda sin la presencia de uno: casamientos, partidos, recitales, guerras. Alguien nos mira desde ahí y todos lo seguimos con la vista desde abajo. El buldog francés negro de rompevientos azul me da la espalda, pero lo imagino también con sus ojos hacia arriba. ¿Será él quien mueve al drone con la mente?

De pronto, los que estaban en el pasto comienzan a pararse y a rodear la galería de la casona con las tres mesas llenas de jurados. Parece que está por empezar.

Pienso: será porque junio es mes copero. Así, mes copero. A secas.

*****

– El que cultiva siempre está ayudando a alguien. Ya sea a los que necesitan el aceite por alguna enfermedad o a los que fuman y no quieren caer en los transas – dice Carlos, el tucumano que levantó la copa de la categoría cultivo exterior en la edición anterior.

Lleva puesta una boina y parece un arquero de la década del treinta. Carlos conjuga la sabiduría y la templanza de aquellas glorias inmortales del balompié, pero habla como un experto en agricultura. En el colectivo, me ha contado de cepas, esquejes, polinización, genéticas y sustratos. Es un cultivador de la vieja escuela. No utiliza los productos comerciales que venden en los grow shops para fertilizar sus plantas, sino que prefiere recolectar con sus propias manos el guano de los murciélagos y cocinar el té de banana con que las alimenta para que crezcan. Es una manera de economizar, pero también es parte de su filosofía. Basta conversar unos minutos con él para descubrir su experticia botánica. Como aquellos eruditos que reniegan de los claustros para internarse en la mesa de algún café y, desde ahí, propagar sus reflexiones trascendentales, su conocimiento está al alcance de quien lo conozca y quiera aprender de él. Esa sociabilización del saber, descubriré después, es común en la mayoría de los cultivadores de cannabis y una de sus formas de militancia. Carlos tiene 44 años, es padre de familia y trabaja en un call center, pero acá es el último campeón. El título le ha valido el respeto de sus pares y el libre acceso a la galería donde los jurados hacen su trabajo. Yo lo sigo de cerca.

Ante cada muestra que reconocen, los miembros del jurado parecen un grupo de joyeros analizando gemas preciosas. El examen es metódico y minucioso. Cuando les llega el turno de fumar, las pitadas son breves y concisas, tal como lo había sugerido Sebastián, el uruguayo. Al terminar la ronda en cada mesa, lo que queda del porro pasa al público que los rodea. En ese nutrido grupo de curiosos y catadores circunstanciales estamos con Carlos. Ahora, el juez que encabeza la mesa, un flaco de pelo largo y barba candado con camisa de leñador (más tirando a dueño de una empresa de software que a un hippie de Woodstock), abre grandes los ojos como si acabara de descubrir algo insospechado. Se acerca y extiende la mano a la altura de nuestros ojos. En el centro de su palma, reposa un cogollo de pequeñas hojas violetas que parece una rama de lavanda. Todos lo apreciamos fascinados, cautivados por su singular belleza.

Otros cogollos no tendrán la misma suerte de aquella ramita purpurea y, lejos de toda admiración, despertarán el rechazo de los jueces que los descalificarán de la copa. Son aquellas muestras que tienen hongos o que han sido polinizadas y cargan con semillas. Este año, las lluvias tardías en Salta han atentado contra el correcto secado y curado de las cosechas. De ahí la proliferación de los hongos en las plantas que participan en la categoría de cultivo exterior. Además, hay una categoría para cosechas indoor, es decir, en invernaderos con luces artificiales y otra para las extracciones. Las extracciones son obtenidas por distintos métodos que generan una resina espesa que concentra alta cantidad de THC, el componente activo de la marihuana de uso recreativo. Una dosis mínima de esa resina genera un efecto muy potente según se vislumbra en cada uno de los intrépidos que hacen fila para probar convidados por el uruguayo: es como si una entidad los poseyera por un instante, como si una extraña fuerza gravitacional les empujara el rostro hacia atrás, como si los escupiera el ojo de un huracán. Algo los cachetea, los despeina y les congela la sonrisa.

El jurado está integrado tanto por los aquellos que compiten por la copa como por expertos calificados. Y así como existen reglas explícitas que se deben respetar, hay otras que no están escritas y que hacen al fair play de la copa. De esos códigos tácitos, el más importante es que aquellos que reconozcan el frasco con su propia muestra no la califiquen. Acá no hay jugadas polémicas ni VAR. No hay gritos ni apuestas ni exabruptos. Sólo rostros felices y miradas cada vez más horizontales.

La mañana transcurre seca tras seca. Desde un costado, Carlos sigue atento las acciones con la tranquilidad que lo caracteriza. Fuma los porros que llegan hasta él sin perder la estampa. En el torneo pasado probó todas las muestras de la competencia, menos la suya, claro, como marca el código de honor. Fueron más de treinta, recuerda, a las que degustó con ejemplar estoicismo. Ahora, del lado del público, reconoce que el último de los ítems a evaluar, el efecto, es el más difícil de considerar cuando se participa como jurado. Con el paso de las muestras, se pierde la capacidad de discernir. Pero la copa no se define por nocaut. No gana el faso que pega más fuerte, sino aquel que reúna los mayores atributos hedonistas. No el pragmatismo violento de un Mike Tyson, sino la estética danza de un Nicolino Locche. No la vehemencia de Blas Armando Giunta, sino el sosiego de Juan Román Riquelme. No la estridencia de Pavarotti, sino la candidez de Mercedes Sosa. No la pornografía de canal Venus, sino el erotismo del viejo Isat.

Se ha hecho mediodía y entre los que siguen de cerca las acciones del jurado reina un orientalismo evidente. Una joven me mira entre la fina rendija que dejan sus párpados y me pregunta si para comer habrá algo más que el asado que se cocina en las estacas del patio; una opción vegana. Le respondo que no sé, que no he visto otra comida. Su gesto ahora es circunspecto:

– Enserio, amigo, estoy cagada de miedo – dice minutos antes de ubicarse en la fila que conduce a una gran olla de guiso vegano.

Para una persona fumada, el temor puede adoptar múltiples formas desde alienígenas y buldogs franceses que controlan drones con la mente, hasta cuestiones más triviales como qué comer o qué será de la vida de Kevin Arnold, el protagonista de la serie televisiva Los años maravillosos.

El clima es distendido. Todos respetan su lugar en la hilera prolija que lleva hasta el sanguche de asado y la pequeña gaseosa ya incluidos con la entrada. También hay canilla libre de agua dispuesta en dispensers y all inclusive de frutas. La clave para aguantar la maratónica jornada de cata es una buena hidratación, me confirmarán jurados y organizadores. Alcohol no se vende. Una vez terminado el almuerzo, la gente se dispersa en el enorme patio para disfrutar de las múltiples actividades: algunos juegan al ping pong o al metegol, otros practican malabares o yoga o se entregan al nirvana de la relajación en una camilla donde ofrecen masajes. El interior de la enorme carpa blanca se ha poblado de stands donde ofrecen semillas de marihuana, insumos de cultivo, pipas, tuqueros, golosinas artesanales, productos de belleza, tatuajes. También hay mesas con fanzines, preservativos gratuitos y panfletos sobre terapéutica cannabica con la lista de las 45 dolencias que pueden tratarse con la planta, consumo responsable, legislación Argentina y el reclamo de una ley de autocultivo. Se trata de asociaciones sin fines de lucro que reúnen a cultivadores y consumidores cuyo principal objetivo es luchar contra la criminalización y la estigmatización que sufren los usuarios. Además de militar por la legalización del cultivo y del consumo de marihuana, tanto medicinal como recreativo, asumen una tarea que debería ser del Estado: informar sobre el uso de la planta sin caer en la romantización y poniendo sobre la mesa beneficios y contraindicaciones. La mayoría de esas agrupaciones funcionan como redes solidarias que permiten que el aceite medicinal llegue a quienes lo necesitan, que aquellos que quieren cultivar su remedio aprendan cómo hacerlo y que sepan cuáles son sus derechos ante allanamientos y detenciones arbitrarias por parte de las fuerzas de seguridad. Muchos llevan varios años en esa tarea, han soportado causas penales y la condena social que los cataloga como drogadictos o como delincuentes.

En una de esas mesas, un grupo de mujeres que pertenecen a una agrupación salteña de cultivadoras medicinales vende brownies y bizcochuelos con cannabis. Son muy ricos y también pegan bastante. Aunque a eso lo sabré recién un par de horas después, cuando ya no pueda salir del ciclo que va de la locura al bajón y del bajón, otra vez, a la locura.

*****

Apoyado en una columna de la galería de la casona, un pelado cincuentañero con pinta de Foucault convida fuego. El encendedor es uno de esos chinos de colores que venden en los quioscos, pero está atado por un piolín que lo conecta a una pequeña cartuchera de cuero. Lo veré desenfundar y enfundar varias veces a lo largo de la tarde, siempre con la destreza de un cowboy. El pelado, de una calvicie perfecta y cuidada como un campo de golf, vino desde Buenos Aires para participar como jurado y ahora charla con un grupo de jóvenes que lo siguen con atención. Quizás por su parecido con el filósofo, por su edad o por ser uno de los invitados al evento, su figura está rodeada de un aura de sabiduría. Cuando me acerco hasta donde está, el Foucault del conurbano bonaerense explica que uno de los problemas históricos de la militancia cannábica y de su lucha ha sido eso que él denomina como endoprohibicionismo. Este se manifiesta en la forma en que los militantes de la marihuana medicinal han tendido a separarse de aquellos que defienden el uso recreativo, como si una causa fuera más justa que la otra. Se trata, explicará, de una falsa dicotomía que sólo ha contribuido a generar una grieta interna. Después de todo, la planta es una sola y quienes hacen uso de ella nunca deberían ser vistos como delincuentes, ya sea porque buscan curarse de alguna patología o quieren fumar un porro, relajarse y reírse. La risa, aclara, también es terapéutica. Las nuevas generaciones de militantes parecen haber superado ese dilema, asegura esperanzado. De hecho, en la mayoría de los casos, fueron los cultivadores recreativos quienes les han enseñado los secretos de la planta a los cultivadores medicinales. Con los años, entre fantasmas han dejado de pisarse las sábanas y ahora todos tiran para el mismo lado. Esa meta en común es una legislación que despenalice el consumo y también el cultivo. El autocultivo, insiste, es la forma más efectiva de escapar del narcotráfico y de no fumar cualquier cosa, como el famoso prensado que ofrecen los dealers en los barrios. Quizás así, algún día dejará de ser visto como un falopero por sus vecinos. Todavía, ante los ojos de la sociedad, la marihuana continúa siendo una droga como cualquier otra. Y la droga es mala palabra. Pero eso ya está cambiando, sentencia mientras otea entre el humo algún punto indescifrable del horizonte.

A la charla se suma luego Carolina, la misma señora que preguntó por el tuquero de los Simpsons en el grow antes de partir. Empezó a cultivar cuando descubrió que el cannabis le ayudaba a su madre a tratar su artritis. Tenía varias plantas en su casa, no sólo por el aceite de su mamá, sino porque es parte de una asociación salteña de cultivadores de cannabis medicinal. Como no cualquier cepa sirve para tratar cualquier patología, entonces en la red se comparten de manera solidaria los distintos aceites. Los tratamientos suelen ser a base de prueba y error hasta dar con el indicado para cada caso. También producen para aquellos que sufren alguna dolencia, pero no tienen plantas. Eso sí, primero les brindan el aceite y después les enseñan a cultivar su propia medicina y también para los otros que la necesiten. De esa manera, la cadena colaborativa se hace más grande y pueden ayudar a más personas.

Unos meses atrás, a Carolina le llevaron todas sus plantas en un allanamiento. Policías de civil se presentaron en su casa con una orden judicial. Dijeron que un vecino la había denunciado y se llevaron todo: plantas, goteros de aceite y cogollos. Ella se presentó al otro día al juzgado para que le dieran alguna explicación acerca del procedimiento. Pero ahí le dijeron que se trataba de un acta falsa y que nadie había ordenado ningún allanamiento en su domicilio. Había sido víctima de un grupo de cogolleros, es decir, aquellos que le roban sus plantas o sus cosechas a los cultivadores. El crimen suele ser un crimen perfecto porque las víctimas, al estar realizando una actividad ilícita, no suelen denunciar los robos. Carolina no sólo perdió su cultivo, sino que se mandó en cana sola. Sin embargo, no dudó en decir ante la justicia que seguirá cultivando marihuana porque es la única manera de que su madre pueda continuar con su tratamiento. Asegura que, desde entonces, el teléfono de su casa está pinchado y que la escuchan cada vez que habla. Pero no le importa.

Las historias se repiten: muchos consumidores fueron detenidos alguna vez por llevar un par de porros en los bolsillos, algunos cultivadores son perseguidos y los grows constantemente vigilados. Aunque de carácter secreto y clandestino, la copa es un espacio de libertad y de liberación. Un lugar donde se puede prender y aprender.

 

*****

El sol ha comenzado a guardarse entre las nubes y los jurados siguen con su tarea, aunque sus movimientos son ahora más mecánicos y más lentos, como operarios de una fábrica al final de su jornada laboral. Más allá de donde los apóstoles hacen su trabajo, dentro de la carpa, acaba de comenzar el torneo de armado de porros. El desafío es armar un cigarrillo de marihuana de los grandes, con filtro y de manera prolija, en un tiempo de apenas quince segundos. Se trata de una serie de eliminatorias mano a mano donde el público define con su aplauso el faso mejor armado. Uno de los organizadores saca cogollos de una bolsa ziploc del tamaño de un almohadón y los dispone sobre la mesa para que los competidores hagan lo suyo. Los espectadores forman un semicírculo alrededor, eligen a su favorito, gritan y vitorean en un clima de kermese que se parece a los escenarios que hacen de fondo en las peleas del viejo Street Fighter. Después de cada ronda, los porros que acaban de armar se reparten entre el público que celebra la ofrenda y la comparte.

A metros de la competencia donde se terminará consagrando una joven tucumana, otro de los organizadores sortea kits de cultivo y decenas de artilugios fuméricos con los números de las entradas. Es la tómbola más lenta y tediosa del mundo. Parece que nadie quisiera ganar y aquellos que sí quieren, no se enteran. Por eso, cada nueva cifra que sale de la bolsa debe ser repetida varias veces y, como nadie responde, el sorteo se repite en dos o tres o cuatro oportunidades hasta dar con un ganador que se lleva el premio. El procedimiento se vuelve kafkiano. Cada quien parece en la suya, aferrado a su propia porción de realidad, como la pieza de un rompecabezas que terminará no encajando en el todo. Pero a nadie parece importarle. Yo mismo he olvidado qué era exactamente lo que hacía acá. Mis notas en la libreta ya no son de mucha ayuda: hay palabras tachadas, borroneadas y frases sin sentido. Lo único legible es una serie de consignas demasiado literales y pragmáticas: no olvidarme la mochila que está a la par de la pileta (repetido tres veces), invitarlo al Cabezón el año que viene porque esto es Disney para él, no perder la libreta. Pienso que si todavía puedo leer en la libreta que no debo perderla eso significa que aún no la he perdido, pero si la pierdo en dónde anotaré que ya no está y, sobre todo, ¿para qué? Cada vez que se me ocurre algo, como en un acto reflejo, la saco y trato de registrarlo, pero, mientras escribo, la idea ya no está ahí. Lo que queda es sólo su estela difusa, como la marca brillante que deja a su paso un caracol. Es como un PacMan neurológico huyendo de los fantasmas y comiendo de atrás para adelante. Afuera de mi cabeza, se escucha música chill out y es imposible discernir cuándo empieza y cuándo termina cada tema. Acaso sea el loop perpetuo de una misma canción. Cómo saberlo.

Busco mi lugar en una mesa redonda como de póker apostada en el medio del patio donde se aprestan a jugar una partida de Fumanyi. El Fumanyi es un juego de naipes fabricado por fumones para otros fumones. Cada carta contiene un desafío y de su cumplimiento o no depende quién fume y cuánto. Las distintas pruebas combinan en igual proporción gracia y absurdo. El que haga la última seca de un faso portentoso, ganará. En el arranque, lo más difícil es interpretar las consignas. Uno de los organizadores hace de guía y son evidentes sus esfuerzos para que cada uno de los participantes entienda qué debe hacer. Las rondas pasan entre risas y confusión. Una de las consignas consiste en elegir cuál de todos los competidores está más colgado y aquellos que coincidan en la elección hacen una seca. Tras un minucioso escrutinio de rostros,  el sufragio es simultáneo para evitar especulaciones. Casi todos me eligen a mí. Supongo que me siento entre honrado y curioso: ¿estoy despeinado? ¿tengo los ojos demasiado rojos? ¿me he chorreado grasa en la camisa? ¿tengo puesta la camisa? ¿me estoy babeando? Las posibilidades son muchas y el juego sigue pero yo no sigo el juego. Entonces, la voz en el micrófono canta un número y ese número me hace eco en la cabeza, no entiendo por qué. Creo que lo cazo en el tercer intento y alzo las manos como un boxeador que acaba de ganar un título mundial, como un arquero que ataja el último penal, como un maratonista que corta la faja de la meta con el pecho. Siento un torrente de euforia y grito con una voz que apenas suena. Me paro y atravieso el patio hasta mi premio, un kit de productos de cultivo que incluye una bolsa de 20 kilos de tierra fertilizada. Agradezco, me abrazo a la bolsa que contiene los productos y arrastro la tierra de nuevo hasta la mesa donde todos me felicitan. Mi único recuerdo de triunfo en un sorteo se remite a la adolescencia y a la quiniela clandestina del barrio. Estoy feliz. Escribo: no olvidarme la mochila, no perder el anotador, regalar la bolsa de sustrato.

 

*****

La cata acaba de terminar y algunos de los jurados continúan sentados alrededor de las mesas de la galería. Están recostados hacía atrás en sus sillas, los brazos colgando a los costados, los ojos vidriosos como muñecos de peluche. Uno termina de armar un porro grande con la virilidad de un misil. La escena parece imposible; un acto de gula impensable, como si alguien parara a comer un choripán después de una cena de casamiento. Hace una primera seca y se queda mirando el humo en un gesto de satisfacción como quien destapa una cerveza después de una jornada extenuante. Ahora todo es calma y espera. En la noche fresca de San Lorenzo, dos alienígenas atraviesan el patio cargados de instrumentos. Son los músicos de la banda Gauchos de Acero aunque, por las máscaras, podrían ser invasores de cualquier galaxia.

Después del recital, todos se amontonan en torno a la carpa donde se anunciará a los ganadores de esta edición. Hay un indor completo de regalo donado por uno de los auspiciantes. Entre algunos de los jurados hay especulaciones y pálpitos acerca de quién levantará la copa este año. La gran vedette es la categoría cultivo exterior donde se consagrará un cultivador cordobés que también obtendrá premios en la categoría interior. Sus muestras han descollado en la competencia. Hay aplausos, gritos y fotos junto a los demás integrantes del podio. Aunque no hay festejos eufóricos, cada uno se abraza feliz a su trofeo. Una vez terminada la ceremonia, las cámaras buscan al cordobés para preguntarle por su secreto. Parece un futbolista que recibe el premio al mejor jugador del partido. Su discurso no es muy distinto de aquellos: dedicación, esfuerzo, mucho trabajo, agradecimientos… No me quedo a escuchar toda la entrevista porque los organizadores dicen que el colectivo ya está en la puerta, pronto a salir. Veo a Carlos, el anterior campeón, enfilar hacia la salida con la parsimonia que lo caracteriza, busco la mochila y sigo sus pasos. Arriba del bondi, una vez que están todos, reina un silencio soporífero sólo interrumpido por el ronroneo mecánico del motor. La laxitud parece haberse apoderado de los músculos y tendones en los cuerpos recostados en los asientos. Cuando empieza el desplazamiento paquidérmico y bamboleante por los intrincados caminos de tierra, muchos duermen. Los veo desdibujarse como manchas de colores mientras mi cabeza rebota con las vibraciones de la ventanilla. Me cuesta pensar que esta es su doble vida oculta como si fueran los protagonistas de la película El club de la pelea. Abogados, profesores, médicos, empleados de comercios y de call centers que pasan a la clandestinidad como un grupo de siniestros degustadores de marihuana. O algo así como los X Men del faso (aunque Foucault bien podría hacer de Charles Xavier). No los reúne un complot de dominación global ni una conspiración para terminar con el planeta, sino una planta. Pienso que ahora hay comunidades para todo, para personas que corren maratones, que andan en bicicleta, que hacen asados, que toman cervezas artesanales, que bailan salsa, que son fanáticos de los muñecos de Rambo, que le rinden tributo a Gilda o a la Coupé Fuego. Los que cultivan y los que fuman porro no deberían ser un gueto subterráneo, pero lo son. Hay algo que está dado vuelta y no somos nosotros.

En la puerta del grow shop, después de reencontrarme con mi teléfono, me despido de Carlos y un grupo de tucumanos que se preparan para el viaje de vuelta en auto. Minutos después, me subo al taxi que me llevará hasta la terminal de ómnibus. El taxista percibe que no soy salteño y me pregunta si he andado por Cachi. Cuenta que ha llevado a varios turistas hasta allá a ver platos voladores porque un suizo construyó un ovnipuerto en el lugar después de recibir un mensaje desde una nave espacial. Le pregunto si él los ha visto alguna vez y me responde que no ha tenido esa suerte, pero que muchos comentan que por ahí andan. Le digo que es posible que así sea. Me contesta que sí, que vaya uno a saber, que capaz, que él cree en Dios, pero no descarta que haya vida en otros planetas. Aunque, tal vez, eso de los ovnis es sólo una excusa de los que vienen de afuera para ir a drogarse. A drogarse o a culiar.

*****

Ha pasado casi un año desde que pedí permiso y viáticos para cubrir la copa cannábica en Salta. En el medio, el país cambió de presidente y una pandemia mundial obligó a los organizadores a suspender la edición de este año del evento. Ahora, muchos no duermen por las noches, otros tienen sueños extravagantes. Unos han aprendido a cocinar su propio pan, otros tienen sexo a través de las pantallas. Hay quienes lloran de angustia y quienes ríen sin saber por qué. Los filósofos piensan el futuro y los economistas especulan con el futuro. Los negros ghaneses bailan con un muerto a cuestas y los carpinchos comen sandía escuchando a Chayanne. Algunos dicen que el mundo ya no volverá a ser lo que era y otros que, quizás, ya nada tiene sentido. ¿Sonreirá Urtubey en su cartel o quién sonríe en su lugar? ¿Carlos? ¿Cultivará plantas que den nuevos cogollos campeones? ¿Qué será del buldog francés negro? ¿Seguirá controlando drones con el poder de su mente? ¿Y Foucault del conurbano bonaerense? ¿Continuará profetizando su filosofía cannábica? No escribo para liberarme de la culpa, ni para justificar los viáticos, ni para pensar qué viene después de hoy. Podría buscar cientos de excusas para este demorado epílogo, pero vuelvo a esa mañana soleada y feliz de antes del coronavirus en la que un uruguayo petiso se paró muy serio al frente de todos los presentes y dijo lo que ya sabemos que dijo. Vuelvo y escribo como una forma de decirle que siento defraudarlo, pero me colgué.

 

 

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