Aquí hay gatos que sobreviven a los perros

Crónicas

Aquí hay gatos que sobreviven a los perros

Otra vez, los felinos del Cementerio del Oeste han comenzado a extinguirse.

-Yo quería conocer el cementerio de los ricos, dice Yanina Cáceres, y cuenta que cuatro años atrás cruzó por primera vez por el arco de entrada del cementerio del Oeste, y que antes de caminar entre las tumbas grises, una gata de pecho blanco y de manto naranja y marrón, la esperaba sentada.

Yanina, de pelo largo y negro, avanzó. La gata la siguió por detrás, silenciosa, con pasos suaves sobre los baldosones del camino central. La acompañó toda la tarde. Los demás gatos aparecían por los techos de los mausoleos y se cruzaban entre los pasillos.

Mientras miraba las esculturas, Yanina pensó en volver pronto para alimentar a los animales. Y cuando volvió, supo que el nombre de la gata que la acompañó era Matilda, y que era la gata emblema del cementerio.

Una década atrás, Matilda había sido adoptada por la directora, quien la había encontrado abandonada en la puerta, en el Parque Avellaneda. Era amigable: se dejaba acariciar fácil. Viejita y dueña del lugar, incluso quien daba la bienvenida a los visitantes la Noche de los Museos.

De día, Matilda pasaba de la mesa de la oficina de Recepción a caminar entre los féretros. Algunas veces se iba detrás de alguien. Otras veces se iba sola, como lo hizo el último día de su vida, cuando, a principios del año pasado, tres perros que viven en el mismo cementerio la emboscaron y la mataron a mordidas.

No había gatos en el cementerio del Oeste hace 22 años, cuando Rubén Rubio empezó a cuidar los mausoleos de la Sociedad Española. El hombre que llega en moto a su trabajo dice que en ese entonces había unos cuantos perros, pero cinco o seis años después apareció un gatito gris. Lo llamó Gattuzo, como el futbolista italiano que brillaba en el Milan en el 2004.

Gattuzo fue el primer integrante de la nueva generación de gatos del cementerio. La anterior, según Rubén, se había extinguido cincuenta años atrás. Y con el arribo del nuevo felino, llegaron sus hermanos.

-Se enteraron los de afuera y vinieron, simplifica Rubén.

Gatuzzo tuvo compañía al poco tiempo. Y la necrópolis tomó nuevos colores que se movían ágiles entre las estatuas, con ojos verdes que deambulaban de noche entre los muertos y que  habían llegado para quedarse.

-Era el paraíso de los gatos. Uno gris, uno negro, uno blanco. Eran los gatos más fotografiados de Tucumán. Más de 20 gatos había. La gente decía: ¡mira ese, miralo al colorado! Qué suerte que tiene usted, mire los gatos que tiene. Ellos estaban todos tranquilos, bien. Estaban bien, pero hace dos años han venido los perros y se han dedicado a matarlos. Y a los perros los han criado acá, también, en el cementerio.

Cuando un perro mata a un gato en el cementerio del Oeste, no lo hace solo. Según Rubén, avanzan de a tres. Uno va por el medio y los otros dos cada uno por un lado, escondidos entre las esculturas. Así, el gato corre preocupado sólo por un atacante, el visible, y cuando piensa que puede girar para eludirlo no hace más que caer en la trampa.

De los más de veinte gatos que había hasta hace dos años, hoy quedan siete: Zorro, Cabezón, Miau, Ojos, La Nena, La China, La mamá gris y blanca, según el registro de Yanina, quien los visita con frecuencia diaria, tal como lo había pensado el primer día que llegó al cementerio y conoció a la gata Matilda.

Yanina estudia veterinaria y desde hace cuatro años les lleva alimento, junto a María Eugenia Molina, a quién conoció en el rescate de un perro enfermo. Ambas promueven la castración y la adopción de los gatos del cementerio, pero no es una tarea fácil.

Cuentan que una vez consiguieron una familia para el Cabezón, que tiene el mate del tamaño de un pomelo, pero a las tres noches de haber llegado a su nuevo hogar, el animal se escapó y se escondió en la casa de un vecino. Fue un lío en Barrio Norte. María Eugenia y Yanina tuvieron que ir a buscarlo porque ni los bomberos pudieron agarrarlo. Cuando llegaron, Cabezón les reconoció la voz y se fue con ellas, de vuelta al cementerio.

Decisión suya, sostenida en sus actos, el Cabezón eligió volver. Eligió alejarse de una comida segura, de calor en invierno y frescura en verano, para regresar a donde se había criado: al silencio sepulcral de la noche, a los saltos de libertad entre los monumentos, a rascarse la espalda con una tumba. Eligió la independencia de no tener amo, ni siquiera cuando se haga de noche y ningún humano pueda ahuyentar a los perros que lo buscan. El Cabezón, de torso ancho y patas pesadas, eligió ser un gato del Cementerio del Oeste.

Pero no todos los casos serán tan difíciles de adoptar.

-Miau, por ejemplo, es muy adoptable y su maullido es finito, super mimoso. Por eso le pusimos Miau.

Yanina y María Eugenia están convencidas de que dejar un gato en el cementerio hoy es condenarlo a muerte. No sólo por los perros.

María Eugenia recuerda la historia de una mujer que dejó dos gatitas de cinco y siete años cerca de la tumba de su abuela. Y que pensaba visitarlas cuando le lleve flores a su difunta.

-Murieron de tristeza y de hambre, dice y mueve el recipiente plástico donde puso el alimento para los gatos. Con el ruido, aparecen los gatos que estaban ocultos.

Ojos asoma del techo de un mausoleo y desde allí mira. Zorro aparece por abajo, camina arrastrado y Cabezón salta hasta la parte superior de la tumba que lleva la placa “Familia Méndez Hechazu”.

Y cuando María Eugenia les sirve el alimento, en la puerta del cementerio, del lado de adentro, hay tres perros acostados en el piso. Descansan.

a pelea entre los perros y gatos, dicen los estudios, tiene un origen prehistórico, donde la ascendencia original de cada especie competía por el alimento. Con el paso del tiempo, los gatos sobrevivieron a 40 especies caninas. Pero en el cementerio, donde el paso entre la vida y la muerte es moneda corriente, este dato poco importa.

-Puede ser que sea por instinto, pero también hay personas que ayudan a que se peleen, dice Yanina.

En las horas en que la ciudad se empieza a calmar, los viernes al caer la noche, una señora acomoda los ramos de su puesto, ubicado debajo del gomero de la entrada del cementerio, y  delante suyo pasa el señor Ramón Naranjo, quien acaba de terminar su semana laboral.

Antes de salir, Ramón, uno de los seis encargados del mantenimiento del cementerio, jugó con los perros que estaban en la entrada. Son tres: Topa y Lucía, marrón claro ambas, y Hillary, la negrita.

Ramón dice que Topa y Lucía son hermanos, que llegaron hace un año y medio y que los encontraron cachorritos y recién nacidos, en una canaleta de la parte trasera del cementerio. Eran cinco; los otros tres fueron adoptados. Hillary llegó, por la misma vía, pocas semanas después.

-Estos animalitos nos cuidan a nosotros. Cuidan al sereno que anda solo de noche, cuidan al cementerio. Si hay un ruido raro y uno está en la oficina, ellos salen siempre primero, dice Ramón, mientras Topa y Lucía le saltan a las piernas.

Ramón también cuenta que Topa y Lucía, juegan con naranjas, que están a su lado cuando cargan las carretillas y que ellos le compran el alimento. Ponen 50 pesos o lo que cada quien tenga en el bolsillo.

-Topa… ¡Lucía!. Topa, Lucía. Topa, Lucía, los perros insisten sobre Ramón y cuando se calman, les pasa la mano por la cabeza, un poco más lento cuando su palma conecta con la mandíbula.

-No sé quién los mata a los gatos, pero algunos gatos mueren. No hemos descubierto cuál es, pero hay uno que tira la bronca contra los gatos.

Después Ramón se va a su casa. Lucía se acuesta en el piso, otra vez. Se la ve en la tranquilidad de quien tiene todo controlado con el oído. Los pájaros cantan. El viento mueve  los árboles. Una señora camina. Y un ruido viene de atrás. Lucía se incorpora y corre.

Todos los días Rubén estaciona su moto frente a uno de los mausoleos de la Sociedad Española. Esa zona es territorio por donde andan el Zorro, Miau, Ojos y el Cabezón, que va y viene.

-Ellos son inteligentes. Cuando sienten que la moto se va, se esconden. Saben que uno ya no estará por acá.

Rubén los despide en la mente y se va.

El Cabezón gatea arriba de una tumba. Mira a los costados, con la precisión del gato que más tiempo lleva en el cementerio, y quizás por eso el que mejor lo conoce.

Pero la vida pueda ser contradictoria: quien más sabe, más se puede confiar. Y puede ser esa la causa de un error fatal.

Entonces se escucha el ruido.

El Cabezón, agazapado, corre y se pierde por un pasillo angosto, laberíntico, ya oscuro. Lucía ladra y detiene la cabeza. Se va para afuera del cementerio.

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(Crónica publicada originalmente en www.eltucumano.com)

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