Cuando te vea en la calle, te voy a reventar

Crónicas de Acá

Cuando te vea en la calle, te voy a reventar

Cinco años después de haber sido violada en una comisaría,  Ayelén Gómez apareció asesinada en el Parque 9 de Julio. El odio del transfemicidio y el mensaje de amor inscripto en una lápida.

 

Salió del boliche a las 4.20 de la madrugada y subió a un taxi. En la mitad del viaje, Ayelén Gómez, 24 años, ojos negros, cabello largo del mismo color, quiso orinar. Le pidió al chofer que frenara porque no aguantaba más. Sabía que no iba a llegar a su casa sin antes hacer pis. El conductor detuvo el auto en Lamadrid y Chacabuco, una esquina semioscura de la capital tucumana, a siete cuadras de la plaza principal. Mientras orinaba contra una pared, dos policías se acercaron a ella. La tomaron del brazo y le ordenaron al taxista que apagara el motor. Tras una breve discusión les dijeron que estaban detenidos. Ambos fueron trasladados a la comisaría segunda. Los policías mantuvieron separados a Ayelén y al chofer. Ella, a la cocina; él, a un pasillo. Pasaba el tiempo sin que les dieran una explicación. Uno de los policías entró a la cocina quitándose el cinturón.

Ya te vas a tu casa, mamita; tranquila – le dijo susurrando al oído, mientras se bajaba el pantalón y apagaba la luz. Hablaba en voz baja; simulaba ser amigable y otro policía estaba en la puerta como centinela.

Con un veloz movimiento, la hizo girar hasta que Ayelén quedó de espaldas y la violó en la cocina. Mientras la penetraba, el policía gemía y repetía que se quedara tranquila y que en unos minutos saldría de la comisaría.

Ya te vas a tu casa -decía entre gemidos.

Después, en cuestión de minutos, como si fuese un cambio de guardia, se retiró el primero y el otro policía obligó a Ayelén a que le practicara sexo oral.

Quería un pete; me amenazó y yo temblaba de miedo– recordaba Ayelén. Era el 19 de abril de 2012, una noche que no olvidaría nunca más.

En un pasillo de la comisaría, otros dos policías obligaban al chofer a desvestirse y entregar la billetera.

-¿Es tu mujer?, le preguntaban los policías. Se burlaban del chofer que parecía más vulnerable con su desnudez en un pasillo. Le tomaban fotos con un celular y se reían. A unos 15 pasos de la cocina, Ayelén cumplía la orden del policía con la misma resignación de alguien en medio de una jauría de lobos hambrientos. En ese instante entraron otros dos policías. Ella sintió los pasos y abrió los ojos en la oscuridad. Apenas pudo ver dos pares de botas negras a contraluz de la puerta.

Basta -dijo con la voz quebrada. Intentó sonar firme y segura, pero el cuerpo no le dio el mismo impulso. Estaba exhausta.

No quiero más esto. Yo no hice nada. No maté, no robé, no hice nada -alcanzó a decir para defenderse, mientras los dos últimos policías se preparaban para abusarla.

Después la encerraron en el chancho, un pequeño calabozo del tamaño de una mesa de ping-pong. Un sitio con olor fétido; en el piso hay orina, tiene las paredes escritas y sucias con manchas de sangre, sin ventilación y tan oscuro que es imposible mirarse las manos. Más tarde devolvieron la ropa al chofer y lo encerraron junto aAyelén en el chancho.

Al chofer le pidieron 700 pesos para dejarlo salir. En la billetera, que estaba en manos de los policías, solo había 300. Claro, quieren 1000 en total pensó Ayelén. Antes del amanecer entraron dos jóvenes veinteañeros. Hablaban entre ellos.

Esperemos un poco; ya tengo arreglada la salida. Por 2.500 (pesos) me van a hacer figurar como contravención y no como robo para que salgamos al mediodía -le explicó el que parecía mayor de los dos.

Una semana después, Ayelén apareció en los noticieros de televisión. Le hicieron entrevistas en las radios y su rostro se publicó en los diarios locales. Había decidido hacer público su caso. Al chofer también lo dejaron libre y no se vieron más. Aunque tenía miedo,Ayelén estaba convencida de que podía reconocer a los policías violadores.

Me da miedo salir a la calle. Me da miedo subir a un taxi y que me estén siguiendo y me hagan lo mismo que me hicieron -dijo Ayelén a una semana de haber sido ultrajada dentro de una comisaría.

El miedo era razonable. Ella sabía que estaba en riesgo, porque uno de los policías violadores la amenazó adentro del chancho.

Puto… cuando te vea en la calle, te voy a reventar -le gritó.

Ayelén usaba aros pequeños, solía maquillarse con un tono celeste en los párpados, usaba un rosado suave en los labios, igual que en las mejillas. Le encantaban los perfumes. Cada vez que podía se compraba las lociones en una feria de barrio.Era una mujer coqueta. Los violadores eran policías y se movían con impunidad. Aquella vez adentro de la comisaría había sido más grave que en ocasiones anteriores. Por su condición de persona trans había pasado por muchas situaciones de abusos, discriminación y violencia de género, pero nunca antes con tanta impunidad y en la cocina de una comisaría. Cinco años después de aquella violación, el 12 de agosto de 2017, Ayelén iba a aparecer muerta. Encontraron su cuerpo desnudo. A simple vista podían verse los signos de haber sido golpeada; tenía tierra en la boca. Había sido arrastrada más de 50 metros.

 

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El cuerpo de Ayelén apareció debajo de las tribunas del Club LawnTennis, un predio deportivo construido en un extremo del parque 9 de Julio. Es un espacio rodeado de árboles y césped, que se mantiene verde todo el año. De día, las familias llegan al parque con hijos en brazos para compartir mate en bombilla, mientras los chicos juegan con una pelota. También hay parejas de novios que buscan la sombra de algún árbol para fundirse en arrumacos. Pero de noche, todo cambia. Es más oscuro; hay zonas del parque que parecen impenetrables. Sin embargo; las prostitutas van y vienen de un lado a otro y los clientes merodean en autos con luces apagadas. Parecen moverse en puntas de pie. También suele haber travestis que se pasean en los bordes de los caminos internos, apenas iluminados.

Ayelén tenía 30 años cuando la mataron. En Argentina, las personas trans tienen una esperanza de vida de entre 35 y 40 años. Esa franja etaria mejoró a partir de la Ley de Identidad de Género, aprobada en 2012. Pero todavía falta sobrellevar muchos obstáculos.

No hay políticas públicas para revertir muchos años de marginación y exclusión advirtió el Observatorio Nacional de Crímenes de Odio en un informe de este año. Argentina está sexta en cantidad de muertes de personas trans ocurridas en los últimos nueve años en Latinoamérica. En 2016, se registraron 12 asesinatos a personas trans. En 2017 fueron 16 crímenes. La mayoría de las adolescentes trans abandonan sus estudios y son expulsadas del hogar. Frente a la dificultad para conseguir empleo, muchas caen en la prostitución.

Con la idea de escapar de las amenazas de los policías, Ayelén huyó a Buenos Aires. Cargó una pequeña mochila a fines de 2012, después de haber sido violada en la comisaría, y partió a la Capital Federal. Empezó a estudiar en el bachillerato popular Mocha Celis. En ese tiempo llamaba por teléfono una vez por semana a su hermana Giselle Gómez. Ella era el nexo para que su familia estuviera al tanto de sus días lejos de Tucumán.

Mocha Celis es un espacio creado para personas trans mayores de 16 años, que funciona en Chacarita. Es la primera escuela pública de estas características en el mundo. La bautizaron Mocha Celis en homenaje a una travesti tucumana asesinada en los 90, presuntamente por la Policía, en una situación nunca esclarecida. Mocha tenía el cabello negro y también usaba maquillaje. Nunca aprendió a leer y escribir. Les pedía a sus compañeras que le leyeran las comunicaciones policiales, cuando la llevaban detenida. Mocha murió sin poder ingresar a una escuela y, en su honor, ese centro educativo abre las puertas a un derecho que a muchas les fue negado.

Pasó el tiempo y Ayelén empezó a faltar a clases en primer año. Dejó de comunicarse con su hermana Giselle. Cuando la llamaban desde Tucumán, el teléfono daba una señal de fuera de servicio. La familia sospechó lo peor: había vuelto a las calles.

Dos meses después del crimen visité a Giselle en su casa de Ranchillos, un pequeño pueblo del interior tucumano, donde la pobreza salta a la vista. La casa está pegada a un enorme campo de cañaverales. Un perro famélico compartía su espacio con las gallinas que deambulaban en el patio de tierra. Había ropa colgada en un alambre puesta a secarse al sol, mientras las gallinas picoteaban cualquier cosa que se pareciera al maíz. Giselle recordó que su hermana Ayelén tenía siete años cuando sufrió un accidente doméstico. Se electrocutó y se quedó sin movilidad en la mano derecha. Dijo que desde muy pequeña jugaba con las muñecas. Nació en un cuerpo de varón, pero siempre se sintió mujer.

Aquí, en esta casa -dijo Giselle, mientras miraba a su alrededor-, siempre la aceptamos como ella era.

Sin embargo, una parte de la familia no había asumido los cambios de Ayelén y seguían llamándola por su nombre de pila: Lisandro. Tras varias discusiones y peleas, ella se alejó de la casa. Cada vez que cruzaba la puerta era peor. No soportaba el acoso de los vecinos: la insultaban y la agredían por su condición trans. Ayelén nunca tuvo una fiesta de 15, ni bailó el vals como tanto había soñado. A los 16 dejó su casa, abandonó la escuela, dijo que se iba a vivir con una amiga y prometió que buscaría un trabajo. Pero a la familia le llegaron noticias de que había empezado a dormir en las calles, que pasaba frío y hambre. A los 16 años, Ayelén conoció la cocaína y, por primera vez, le pagaron por tener sexo en la calle. Así aprendió a conseguir clientes y, muchas veces, ese dinero le servía para comprar droga.

 

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En Tucumán, apenas el 3% de las mujeres trans tiene trabajo registrado. La mayoría ni siquiera pudo terminar la primaria. El 80% de ellas termina siendo trabajadora sexual, según las estadísticas que maneja el Centro Educativo Trans de Puertas Abiertas, conocido en Tucumán como Cetrans. Marcia Albornoz, licenciada en Trabajo Social e integrante de la comisión directiva del Cetrans, culpa al Estado por lo que le sucedió a Ayelén. Dice que es una irresponsabilidad más del Gobierno porque no protege a las personas trans ni les da oportunidades de acceder a un empleo.

De noche, la vida en la calle es difícil. Se aprende a sobrevivir, a ganar o perder un territorio. Marcia recuerda los padecimientos de las chicas que se prostituyen.

Hay clientes que tienen conductas sádicas; hay delincuentes que las asaltan. Hay violentos que van al parque a tirarle botellazos desde un auto-detalló Marcia-; a veces alguien llega caminando como si fuese un cliente, le pide sus servicios y cuando la chica se acerca le pega una trompada –agregó-.

La violación dentro de una comisaría no fue la primera contra Ayelén. En 2009, cuando tenía 22 años ya había sido ultrajada por policías. Ella era una chica conocida en el universo trans; tal vez por la simpatía y una sonrisa constante en su rostro. Sus amigas recuerdan a Ayelén como a una de las más bonitas del grupo. Ella era una mujer joven, de buen humor, linda, flaquita –decían-, y con un cabello hermoso. Aquel primer ataque violento sucedió cuando Ayelén volvía de una fiesta a su casa de Ranchillos. Caminaba al borde de la ruta 302. En medio de la oscuridad alcanzó a ver un auto estacionado a la vera de la ruta. Se sorprendió, pero guardó el susto en un suspiro. Quiso mostrarse segura y avanzó en el camino. Dos hombres bajaron del auto; estaban con el uniforme policial, la forzaron a entrar a un cañaveral y abusaron de ella.

Le pegaron muchísimo -recordó Giselle, sentada en el patio de tierra de su casa-, esa vez le quedó mal el ojo y varias cicatrices en el pecho y en las piernas, detalló.

Ayelén fue internada en el Hospital Padilla. Su ingreso quedó registrado en la guardia de emergencias. Pero la anotaron con el nombre masculino que figuraba en el DNI: Lisandro Gómez (todavía no se había aprobado la ley 26.743 de Identidad de Género).

Las circunstancias de la vida la empujaron a la calle. Al regresar de Buenos Aires, el entorno familiar fue más comprensivo. Su madre Liliana empezó a llamarla Lisa (diminutivo de Lisandro). Era un cambio enorme; un modo de aceptarla mujer. La última vez que la familia vio a Ayelén fue el jueves 10 de agosto. La encontraron muerta el sábado 12 debajo de las tribunas. Cinco días después hubo dos marchas simultáneas en Tucumán y en Buenos Aires para pedir Justicia.

Basta de transfemicidios -se escuchó en la plaza Independencia y en Plaza de Mayo, en Buenos Aires.

La causa judicial tiene a un detenido. Se trata de un joven adicto, al que se lo conoce con el apodo de banderita, que solía merodear de noche por el parque 9 de Julio. Ya no hay marchas en la plaza. Ayelén es un nombre que empieza a borrarse en la sociedad. Para el colectivo trans, ella se volvió una bandera de lucha. Carlos Garmendia, abogado de la fundación que creó Susana Trimarco para la lucha contra la trata de personas, asumió la defensa de Ayelén cuando fue violada en la comisaría. En un pasillo de tribunales, le pregunté ¿por qué ya no hay marchas en la plaza para pedir por Ayelén?… detuvo su paso, pensó un instante,y respondió:

El colectivo trans es el sector más excluido de la sociedad; tenemos a la gente pobre, marginal, que son los excluidos de la sociedad y esta gente excluida vuelve a excluir al colectivo trans. Es la exclusión de la exclusión–resaltó Garmendia-. Y hay una mayor violencia contra quien ha nacido varón, pero se siente mujer; quizás por un mandato machista, no sé…entonces hay una persona trans que tiene la valentía de poder autoidentificarse de manera distinta a su genitalidad, y el premio de la sociedad es la exclusión absoluta; la exclusión de la familia, en la mayoría de los casos y de ahí a la calle literalmente –insistió-; eso es lo que la sociedad debería revisar, porque a las chicas trans no les queda más alternativa que la prostitución callejera, a pesar de que tenemos una legislación de avanzada en el mundo de igualdad de género; el Estado dice vos sos tu propia construcción: has nacido con una genitalidad masculina, pero te has construido en una personalidad femenina y sos mujer, el Estado te reconoce así, pero la sociedad no. Eso es lo que hay que revisar -dijo-, porque las personas trans que logran tener un medio de vida distinto a la prostitución son la excepción; la excepción que marca la regla.

El día en que iban a sepultar a Ayelén ocurrió un problema. La familia había elegido un cementerio privado, camino a Ranchillos. No alcanzaba el dinero para pagar el servicio completo y recurrieron a un prestamista. A su vez, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación les entregó una lápida con el nombre de Ayelén para que pusieran en la tumba. Pero el dueño del cementerio se negó. Por consejo de su abogado dijo que no autorizaba una lápida con nombre de mujer en la sepultura de un hombre.

Para evitar más problemas, la familia resolvió, ese mismo día, sepultar a Ayelén, pero en una tumba sin nombre. Una nueva pelea comenzó con el cuerpo bajo tierra. Por escrito, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación pidió que se respetara la identidad de género. Dos meses habían pasado del crimen y el cuerpo estaba sin lápida. Ayelén había comenzado el trámite para cambiar su identidad, pero no llegó a completarlo, porque la mataron.Hubo varias reuniones hasta que, el 20 de octubre, se aceptó la petición. Ahora, la sepultura tiene una cruz en un extremo y una lápida en la que puede leerse: Romina Ayelén Gómez (1987-2017) “Recuérdenme con Alegría, porque el Recuerdo y el Amor nunca Mueren”.

 

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