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El 18 de marzo de 2016 falleció a los 98 años un hombre común que a los 70 se convirtió en atleta. Ariel Scher le hace un emotivo y merecido homenaje.
Efraín Wachs supo que el aire se respira con gusto desde el principio y hasta el final. Tenía tantas maravillas en el corazón como en los pies, tanta fe en la inteligencia como en la condición humana. Hasta que el calendario lo llevó a las siete décadas fue papá, marido, rosarino de nacimiento, tucumano por adopción, contador, abuelo, amigo, ajedrecista fervoroso y un tipo que sonreía en el amanecer, en el anochecer y en todos los tiempos que cabían en el medio. Después del cumpleaños 70, le avisó a la humanidad que no hay mentira mayor que los límites. Y se volvió atleta.
Una colección de títulos mundiales, sudamericanos, argentinos, en la categoría de 80 a 85, en la categoría de 85 a 90, en las categorías que casi no existían y hubo que hacer existir por él y gracias a él, corroboran que Efraín, además de atleta, se volvió campeón. De golpe, estaba saltando en el interior de Finlandia; de otro golpe, se lo divisaba trotando por los cerros de Tucumán. Bajito, canoso en los pelos que le perduraban, firme, sus fotos con medallas en el pecho asombraron al país y al planeta. Miles lo miraban con admiración. El calendario lo miraba como el calendario, siempre soberbio, jamás mira: derrotado.
Uno de los secretos de Efraín era la vida sana. La vida sana: ser generoso, atrapar la alegría hasta no permitirle partir, concederle intensidad a las brevedades gozosas, guiñarle el ojo a cada minuto de la existencia, prestarle atención al cuerpo pero no subordinar cada hora a las luces y a las sombras del cuerpo, predicar eso con los labios pero sin cerrar los oídos, aprovechar el deporte -el atletismo, el ajedrez, lo que fuera- como un recorrido de libertades y de hallazgos. Una conversación con Efraín significaba un pasaporte a todo eso.
Otro de los secretos de Efraín consistía en que le interesaban los demás. A pesar de sus consagraciones como atleta, a los demás los seguía atendiendo como contador, como experto en mutualismo, como triunfador sin jactancias en las batallas contra el tiempo. A los demás los hacía correr, sobre todo si eran lo que el mundo mal llama viejos. En el 2006, armó una posta de 367 años, que era la edad sumada de los cuatro integrantes con los que giró alrededor de la Plaza Independencia de San Miguel de Tucumán. En ese año y en todos los años, celebró el 12 de marzo, o sea su nacimiento, con su comida módica, con su copita de vino, con sus afectos a montones y con el ritual de acelerar en torno de esas misma plaza tantos cien metros como marzos cumplía. Ahí brillaba la llave para comprender quién era: lo habían parido en 1918, pero se las arreglaba para no perder su espíritu de pibe. Jugaba. Jugaba el juego de vivir.
El 12 de marzo de 2016 no corrió. Vencedor de todas las cuestiones en las que un individuo merece vencer, ya no podía. Murió en la madrugada de un viernes tan descortés que dejó que Efraín se fuera.
Se fuera o no tanto. Cada vez que alguien respire aires enteros, cada vez que alguien doblegue a los calendarios y a los límites, Efraín, tan digno y tan increíble, andará dando vueltas para embellecer la vida. Regalará su sonrisa eterna. Y, por supuesto, seguirá corriendo.
Texto originalmente publicado en Área 18 y en la página de Facebook «Deporte y Literatura»