Lobos y soldaditos

Crónicas de Acá

Lobos y soldaditos

Un día interminable, sin días ni noches, que dejó al desnudo las desgracias y los problemas de nuestra sociedad. Historias mínimas y un testimonio sobre los peores días del Tucumán de la última década.

Lunes 9, 11 y pico de la mañana. Un mate para matar la modorra y repaso de SMS, llamadas, redes sociales y páginas web periodísticas. No hace tanto calor como la semana pasada, pero está húmedo. La pereza desaparece con las novedades que llegan por el celular y por la computadora. Los policías están autoacuartelados y se habla de saqueos. Mate en mano, desde la verja de entrada de casa se observa normalidad: algunos pibes juegan en la calle, los perros ladran, el almacén de la esquina está abierto y no hay ninguna vecina a los gritos lanzando la tradicional voz de alarma. No pasa nada. Igual, se huele algo malo, algo raro. Es como ese dolor de rodilla de una vieja lesión que anticipa casi sin error que se aproxima la lluvia.

A la siesta la rodilla duele más. Nuevos SMS y tweets alertan sobre bandas itinerantes listas para perpetrar arrebatos. En auto y hacia el centro. Del Este hacia el corazón de la ciudad el panorama es distinto al del barrio. Vecinos nerviosos se mueven en las veredas; van y vienen, cual hormigas alertas ante el pisotón de algún extraño.

Una, dos, tres, cuatro estaciones de servicios en el camino. Cerradas. En una quinta, la playa está abierta. ¡Bien! La luz amarilla de falta de nafta venía haciendo guiños hacía un rato. ¡Mal! Un guardia pide que los automovilistas sigan derecho. «No se vende», avisa. Esto es raro. En la radio se escucha a una locutora que confirma que ya había comenzado el primero de los dos peores días que íbamos a sufrir los tucumanos en la década: atacaron una distribuidora de lácteos en la -vaya paradoja- avenida Néstor Kirchner. Acelera el auto y el corazón.

Ya en el microcentro, la postal muestra más anormalidad: en las peatonales los comercios están cerrados y los empleados colocan cartones, papeles y rejas en las vidrieras. Otros, quitan la mercadería y la llevan adentro. Varios se concentran en la calle con palos y cualquier elemento contundente que sirviera como arma.

A la calle. Las advertencias sobre más desmanes se desparraman por cada punto de la provincia. Una voz en el teléfono avisa que en la avenida de Circunvalación, entre Alderetes y Banda del Río Salí, grupos de personas de la Costanera saquean un camión con mercadería. Miro el tablero y ya ni guiños me hace la señal de nafta. ¿Cómo hacemos?, dice un colega y copiloto de noticias, que se había trepado al vehículo para relatar el desastre. Al fondo de la avenida Benjamín Aráoz parece estar el tesoro líquido. La estación de servicio ubicada en el cruce con avenida Coronel Suárez está abierta y se ven motos y autos cargando combustibles. Hacia allí enfilamos, subimos a la playa y a esperar nuestro turno. Pero no. En otra escena, al mismo tiempo, un grupo de unas 20 motos y de una camioneta cargada de gente comenzó a los tiros contra una sucursal de Luque ubicada frente a la estación de servicio. Crecen la adrenalina y el caos. Frente nuestro se estacionan varias motos cargadas de vándalos. Una de ellas pasa a mí lado y se detiene. El conductor, adolescente, va a las carcajadas junto a un gordito veinteañero que empuña una tumbera. El arma casera posee un hierro largo horizontal y dos verticales (de distinto tamaño) envueltos en cinta aisladora roja. Parecía una escena de la National Geographip: la presa (el súper), rodeada de lobos (los saqueadores) esperando el momento para perpetrar el ataque.

Vuelan las piedras y los tiros. Una pasa por la izquierda de mi cabeza y por la derecha de mi vehículo. “Luisao” –mi compañero- sale corriendo hacia el corazón del conflicto. Ambos, teléfonos en mano, buscamos retratar lo que sucede. No es sencillo. Miedo, balas y «lobos» que no quieren que les apunten mientras ellos ajustan la mira hacia el botín. «Yo filmo, vos sacá fotos», me dice el colega. Todo dura unos cinco minutos. Los transeúntes y los automovilistas buscan refugio en la expendedora. A la par de todos ellos -y de nosotros- la horda saqueadora intenta un segundo ataque. Al frente, en el Luque, empleados armados con escopetas y palos repelen la avanzada. En la puerta de entrada del súper un camión mediano hace de escudo. Los vándalos triplican en número a los improvisados guardianes. El resto, atónitos, observamos con impotencia y perplejidad. Guerra campal en vivo y en directo. No es gracioso ni divertido. Más bien es tenebroso.

Con la misión incumplida, los «lobos» buscan otra presa. Tres casas más allá del Luque, en dirección a Banda del Río Salí, un grupo de ladrones divisa una distribuidora de golosinas con las persianas bajas. Comienzan a moverla. El resto de los desaforados enfila hacia allí y la estación de servicio queda más tranquila. Parecen zombis, esos que en las películas empujan rejas para pasar y comer el cerebro de los vivos. Se amontonan para voltear el obstáculo y cuando parecía que iban a lograrlo, aparecen los vecinos-guardianes. ¡Pum, Pum! Tiros y humos hacia el Este. La horda se abre, vuelve hacia la expendedora, sube a las motos y a la camioneta Ford destartalada para seguir camino.

La perseguimos. Presentimos que hacia donde ese vehículo de cuatro ruedas vaya habrá más desmanes. La Ford, sin patente y con impunidad, enfila hacia la avenida Gobernador del Campo. Cuando llegamos, la sucursal del VEA parecía un búfalo caído de esos que en las películas van siendo desgarrados por las hienas. Cientos de personas ya habían volteado las rejas y salían con mercadería, carros, canastos y lo que fuera que no sea suyo. Mi colega corre otra vez al centro del saqueo. Yo, frente del supermercado, aguardo en el auto, saco fotos, observo incrédulo e intento tweetear. Por mi derecha viene un hombre de unos 40 años, pantalón corto deportivo y remera con una quincena de botellas de aceite. «Permiso, permiso», pide a los vecinos del súper que observan mudos el triste espectáculo. Por mi izquierda y delante de mi auto hay un par de decenas de motos que «trabajan» con el mismo modus operandi: el conductor espera en el vehículo y el recolector regresa con mercadería. Se van y regresan vacíos por más. También hay corridas, pero no por miedo ni para poner orden, sino para llegar pronto al búfalo y obtener un jirón.

Una escena que enciende una tenue luz de esperanza aparece por mi derecha. Un pibe de unos 18 años aparece en la casa en cuya acera está mi auto. Viene con dos sidras, contento. De la vivienda aparece una señora -presuntamente su madre- y lo agarra a los chirlos. «Dejá eso, dejá eso; ¡animal!», le dice mientras le golpea a mano abierta la espalda. El joven obedece, deja las botellas en la vereda e ingresa a su casa. «Qué hacés, qué hacés. Eso no se hace», añade la doña. Aplausos mentales y regreso a la realidad. Por ambos lados pasan niños, niñas, adultos y abuelos con cajas de mercadería robada. Algunos corren, los otros caminan como -seguramente- lo hacen habitualmente cuando van al mismo súper a pagar por lo que adquieren. Durante al menos dos horas el local fue atacado. Ni un policía ni fuerza de seguridad alguna se acercó a frenar el embate saqueador. Por dentro, el lugar está destruido: todo está roto, sucio y destartalado. El único sector indemne es el de verdulería. Allí, zapallitos verdes, manzanas, duraznos y zanahorias parecen haber gozado de algún blindaje especial que los inmunizó ante los saqueadores. Al otro día se vería a esa mercadería entreverada entre los huesos de un comercio destartalado.

La vorágine no da tiempo para lamentos. «Vamos», me dice el colega mientras intenta reproducir el difícil video que había filmado en medio del caos. Encaramos hacia el diario, para bajar la información y saber qué más pasa. La única voz que se oye es la de la radio del vehículo. La única luz que se observa es la del guiño que avisa que falta nafta. En nuestras cabezas sólo hay ruido y oscuridad.

La noche y la madrugada no son más halagüeñas. Entre tecleos y llamados nos damos cuenta que Tucumán arde. Volvemos a la calle con prisa y sin pausa. Otros cuatro equipos recorren otros rincones de la ciudad mientras el nuestro encara hacia el VEA (¿por qué siempre los VEA?) de avenida Mate de Luna al 2.800. Es pasada la medianoche y la adrenalina impide que se sienta cansancio. En la fachada del centro de compras se observa cuatro guardias de seguridad y una 4×4 subida a la vereda. Sobre ella, un joven notablemente musculoso, sin remera, sostiene una escopeta de dos caños. Otros tres hombres lo acompañan. «¿Qué pasó, entraron al súpermercado?», preguntamos. «Llegaron tarde, ya entraron por el costado. Vayan y saquen fotos», nos contesta un tensionado guardia. En la calle lateral hay otros cuatro guardias y seis civiles, todos armados. «¿Entraron?», preguntamos. Silencio. Nadie responde. Van y vienen como perros en guardia. Uno responde. «Sí, ingresaron al depósito. Ahora quieren volver. Esto es tremendo», dice el anónimo. El hombre se identifica como empleado («Tengo puesta la camiseta», avisa) de VEA. Es pelado, de unos 40 años y empuña una escopeta de un solo caño. Su camisa blanca tiene manchas de sangre y está desgarrada a la altura del corazón. «Hice 150 tiros con balas de goma entre la tarde y ahora. Igual no quieren irse (los saqueadores). Tengo ganas de largarme a llorar», añade. Y cuenta que estuvo en las sucursales de avenida Roca y de avenida Gobernador del Campo. «Esto es terrible. Me fui a defender mi trabajo y a mis compañeros», dice. A unos 30 metros, en dirección a Villa Piolín, en Crisóstomo Alvarez y Ernesto Padilla, un grupo de unas 30 personas, varios de ellos en moto, dan vueltas en círculos y observan el centro de compras. «Parece que quieren volver», se lamenta un guardia. Dos colegas de Canal 8 aparecen por la avenida y, apenas cuando nos saludábamos, el estruendo de varios tiros nos aleja. Corremos junto a los guardias hacia la esquina. Eran los “lobos” y eran muchos: unas 40 motos venían desde el Este amenazantes y con intención de virar de mano hacia el súper. El corpulento de la camioneta fue quien hizo los primeros tiros. Se suman los que estaban charlando con nosotros, mientras los colegas apuntan con los focos de las cámaras. Los motoqueros se ríen y hacen gala de las armas que portan. Se paran en las esquinas y desafían a los guardianes en medio de las balas. «Tirame aquí, puto», grita un chango de no más de 15 años mientras se levanta la remera y se golpea el pecho. Desprecio por la vida y pánico.

Todos nerviosos. Nos saludamos con los del 8 y volvemos al diario. En las calles, aparecieron las primeras y tímidas barricadas; circulaban pocos vehículos; reinaba la desazón.

Un día de 48 horas

Día dos. O día uno. La jornada no terminó nunca. El regreso a casa fue pasadas las 4 del interminable primer-segundo día de caos tucumano. Pocos durmieron o lo hicieron tranquilos. Mis ojos se cerraron pasadas las 7 y se abrieron cerca de las 11. La ilusión era que ya todo haya pasado. No era así. Los policías no aceptaban propuesta salarial alguna, en el microcentro todos los comercios cerraron (tras haber abierto un par de horas más temprano) y las calles estaban desiertas. Se había producido una suerte de asueto obligado por “decreto social”.

Las corridas del lunes a la noche en los barrios llegaron el martes a la siesta al microcentro. «Ahí vienen», se oyó gritar en la peatonal. A salir corriendo otra vez detrás de la paranoia y el miedo. Había pocos gendarmes en la calle, algunos policías semiescondidos y muchos comerciantes, ambulantes y seguridad privada atentos al atemorizador ronquido de la banda de motoqueros.

En minutos, el centro estaba bloqueado: había barricadas en Mendoza y Maipú, Mendoza y Junín, Córdoba y Junín, San Martín y Junín, 25 de Mayo y San Juan. Tarimas, cajas, basura, tachos de basura, hierros, todo era válido para bloquear calles y tratar de proteger los comercios. Había tensión y evidentes muestras de la dureza que había provocado en todos la vigilia.

Los gendarmes no son simpáticos ni instruidos en reglas democráticas. En medio del recorrido por el microcentro, una fotoperiodista retrató a un grupo, gaseosas y sandwiches en mano. «No la publiques porque después te va a doler», ironizó el presunto jefe del grupo. Un petiso canoso y narigón era el que hablaba. Tenía tonada chaqueña y las arrugas se le amontonaban cuando se reía. No fue gracioso, porque más tarde repetimos el cruce con ellos. El petiso canoso ordenó: «vení, vení. Sí vos», dijo señalando a Analía. Otro colega la acompañó. «No, vos no. ¡Vaya para allá, vaya para allá!», ordenó con ademanes de cabeza y mano de esos que se hacen para echar gente. Y más avanzó el colega. Y aparecieron otros dos «verdes». Y le pusieron el codo en el pecho. Y saltó un tercer colega: «estamos en democracia y hay libertad de circulación para la prensa». «Está desobedeciendo la autoridad», respondió el amenazante y joven gendarme. Ahí quedó la escaramuza, que no llegó a mayores porque los periodistas no nos alejamos de la colega y porque el petiso canoso buscó conciliar los ánimos. En definitiva, tanto acting para un pedido formal: «es que le pedí a tu amiga que no publique nuestra foto comiendo; nos hace quedar mal, como los policías tucumanos». Anécdotas ayer imperceptibles, pero que hoy cobran relevancia.

Día tres. O de continuidad del uno-dos. El tercero comenzó alrededor de las 19 del segundo (¿?). En plena tarea de colegas corriendo, yendo y viniendo para ver desmanes y saqueos, llegó la noticia inesperada. «Los saqueadores están entrado a tu barrio», me gritó uno. Miedo. Otro miedo, distinto y profundo. Ni parecido al de las balas que zumbaron por mis oídos ni al que provocó el gordito con la tumbera parado al lado mío. Mis chicas, solas en casa, lejos del centro y ante la turba que hacía allí se dirigía.

Tres periodistas, un chofer y un fotógrafo partimos raudamente hacia allí. En el camino mi rol iba cambiando de periodista a padre de familia y vecino atemorizado. Llegué a casa y en un minuto tenía otra ropa. Parecía Hulk cuando despierta, otra vez humano, con el traje roto y sin saber qué había hecho cuando estaba verde. Mis chicas estaban bien y el traje quedó colgado. Lo cambié por un palo de hockey como arma y un jeans y zapatillas como escudo.

Todos los vecinos del barrio de 346 viviendas estaban en la calle. Todas las esquinas tenían barricadas. Todos los cruces estaban cubiertos de vidrio. Todos tenían armas de fuego, salvo algunos que -como yo- exhibíamos algún palo en nuestras manos.

Las 19 de la tarde del martes se extendió hasta las 5 de la mañana del miércoles. Cada intervalos, pero sin pausa, se oían tiros. Algunos lejanos, otros a metros. Las mujeres y los niños -los míos y los de mis vecinos- permanecían encerrados en las casas, entre la incertidumbre y la curiosidad sobre lo que sucedía afuera, y el miedo por lo que podía suceder adonde estaban sus padres.

En la primera de las tres entradas al barrio que dan hacia el oeste había una verdadera fortaleza de fuego, palos y hombres armados que provocaba que nada ni nadie pudieran atravesarla. Las armas sobraban: escopetas, rifles, carabinas, pistolas, revólveres, cuchillos, machetes, cachiporras, (mi palo de hockey) y todo tipo de elementos que sirvieran para pegarle a otro estaban en manos de vecinos que unidos y organizados por el temor a los motosaqueadores protegían lo que era suyo. Hasta había tareas y «jefes» que dirigían al ejército inesperado. «Vos, andá a la entrada principal y ustedes no vengan con nosotros, porque esta cuadra va a quedar desprotegida», decía el grandote con voz firme. «Yo soy jefe de esta entrada», bromeó en medio de la tensión otro vecino. Fue tras la seguidilla de tiros con dirección al Río Salí que habían lanzado luego de que una bala proveniente de allí picara cerca de la barricada de ese ingreso. No fue divertido, sino atemorizante. «Nadie está preparado para frenar una bala con el pecho compadre», comentó un veterano, que afirmó no haber pasado momentos así ni cuando hizo la colimba en el 76. Mientras en mi barrio jugábamos a policías y ladrones, en la televisión mostraban las imágenes de la represión y la bronca en la plaza Independencia. Policías asustados reaccionaron ante ciudadanos enardecidos tras haber estado aterrorizados dos días.

La angustia de algunos se mezcló con la adrenalina de otros que lucían felices con el rol que estaban cumpliendo. Parecían querer jugar a los soldaditos y encarar sin pausa la guerra contra los malos. Las columnas de humo ponían más rojos los ojos cansados y tristes de los que observábamos cómo la película de ficción de las pantallas se volvía realidad a metros nuestro. Gente armada en las calles, barricadas, tiros y cabezas que asomaban tras las vías del tren y que hacían temer que «los de la villa» quieran irrumpir en nuestra habitualidad. Vecinos contra vecinos. Miedo contra miedo. Todos contra todos.

Tres días (o uno interminable) en la que la cordura no asomó por ningún sitio. En el que las reglas sociales quebradas hicieron aflorar la violencia genética e innata de los seres humanos, sanada por la vida en comunidad, la sociedad, las normas y -supuestamente- la democracia. Fue un retroceso de cientos de años en los que los seres humanos buscamos domesticarnos a nosotros mismos para que no haya ni prevalezca una «ley del más fuerte». Fallamos. Sin embargo, como dijo el viejo y maligno amo de la comunidad de la zaga «Los juegos del hambre»: el miedo es peligroso, pero la esperanza lo es aún más. Ya vivimos y comprobamos que lo primero es cierto. Esperemos que lo segundo también, porque si no llega con más potencia, no habrá forma de superar un quiebre que nos dejó desnudos y dispuestos a todo para recuperar nuestra ropa.

 

Foto gentileza: Franco Vera/LA GACETA

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