40 pascuas, la masacre sin culpables

Crónicas de Acá

40 pascuas, la masacre sin culpables

Raúl Sánchez no sabe quién mató a su hermano. Una madrugada, hace 40 años, alguien entró a la sede de la Sociedad Española y acribilló a cuatro personas. Entre ellas estaba Roberto Sánchez. Raúl sólo tiene impotencia y una historia que quiere resolver antes de morir.

Ayer se cumplieron exactamente 14.550 noches desde que Raúl Sánchez, antes de dormir, se tortura imaginando respuestas a dos preguntas que ya nadie más se hace. ¿Quiénes fueron los hijos de puta que mataron a su hermano Roberto, y por qué?

La única certeza que habita su cabeza de cabellos canos es la consumación de la masacre, que la prensa bautizó como El Cuádruple Homicidio de la Sociedad Española. Todo lo que pudo hacer Raúl en estas cuatro décadas de impunidad fueron conjeturas; secuencias imaginarias con infinitas variantes en el desarrollo, y el final siempre difuso, enigmático, sangriento.

Cuarenta pascuas se cumplieron desde que asesinaron a Roberto Osvaldo Sánchez, a su novia, Nélida Baigorria, y a dos tíos de ella, Roberto Olegario Juárez y Elma del Valle Juárez. Después de la madrugada del 15 de abril de 1974, cuando los cuerpos fueron encontrados en la parte trasera del antiguo edificio de calle Laprida 336, Raúl recibió de su padre la orden de no meterse y de olvidar para siempre lo que había pasado. Obedeció sin chistar, resignado por la breve y específica directiva, a la que incluso hoy considera justificada por el terror y la impotencia. Pero ya está viejo, y no se quiere morir repitiendo una y otra vez aquellas dos preguntas. En gran parte, ese es el motivo por el que ha decidido contar su historia; sabe, sin embargo, que mientras más tiempo pasa –y ha pasado mucho- más difícil resultará conocer la verdad.

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En esta historia tal vez lo único concreto sean los seis disparos a quemarropa – sumados a un tremendo golpe con una maceta contra la cabeza de una de las víctimas – que realizaron los autores de los asesinatos. Las demás circunstancias han permanecido ocultas.

El primero en llegar a la escena del cuádruple crimen fue el ordenanza, Teodoro Patier Vallejo. Nacido en Salamanca, España, navegó a mediados del siglo XX hasta la Argentina para vivir otra vida, como tantos miles en los años duros de Europa; y ahí estaba, la mañana en cuestión, frente a la puerta del edificio de Laprida 336. Tenía entonces 55 años; hoy, a los 95, la memoria un poco le falla, pero los recuerdos de ese día no se borran. Los trae al presente con la voz forzada y temblorosa, que aún evidencia la pronunciación ibérica adornada con modos de su suelo original. Está sentado en una silla de su casa de Villa Luján, donde vive con una de sus hijas. Cuando inicia el relato, sus ojos grisáceos se ponen cristalinos, y es sencillo darse cuenta de que en realidad está parado en la vereda de la Sociedad Española, aquella linda mañana, esperando que el casero y administrador de la entidad, Roberto Olegario Juárez, su hermana o su sobrina le abran puerta de hierro para entrar a cumplir con su labor. Pero eso no fue lo que pasó.

“Ese día – dice Patier Vallejo, convirtiendo las eses en zetas que se apagan y conjugando los verbos al estilo español – yo llego a trabajar como todos los días, más o menos a las 7 o las 8, y ya había un matrimonio esperando afuera. Siempre a la mañana yo tenía que acomodar los escritorios, el hall, el consultorio; pero tocábamos el timbre y nada”.

Pasó cerca de media hora hasta que Teodoro, ya inquieto por la situación, dio un golpe a la cerradura. Y notó con preocupación que estaba abierta. “Vea, vea – le comentó al matrimonio -, tanto esperar para esto. No me huele bien, no me huele bien”.

Los tres pasaron el pequeño palier. El ordenanza notó que la llave estaba puesta del lado de adentro. En la secretaría se dio con que la caja fuerte estaba abierta y había un desorden monumental. “Aquí pasan cosas raras”, exclamó. No había signos de que allí estuviesen los hermanos Juárez o su sobrina, que vivían en unos cuartos, en la parte trasera de la inmensa propiedad.

En esos años el microcentro tucumano no estaba infestado de autos y peatones. Frente a la Sociedad Española, en la vereda este, funcionaba la delegación en la provincia de la Policía Federal Argentina, pero no había uniformados a la vista. Patier Vallejo recordó que, minutos atrás, había saludado al secretario de la mutual ibérica, Roberto Joya, quien estaba con un pariente tomando un café en la confitería de la esquina de Córdoba y Laprida. Fue corriendo a buscarlo.

“Yo no sé lo que pasa”, le dijo Teodoro a Joya, y le pidió que fueran juntos a inspeccionar. Pasaron la secretaría, la enorme sala de estar, de altas paredes, y caminaron en un silencio aterrador por el pasillo, de unos 40 metros de extensión, hasta llegar al dormitorio del administrador.

Joya no quiso avanzar. “Se quedó en la puerta, pero yo entré a ver. He visto millones de cosas, yo pasé la guerra (Civil) de España. Muchas cosas fuertes”, cuenta el ordenanza. Cuando entró, encontró los cuatro cuerpos ensangrentados en el suelo de la precaria habitación. “Ahí ya no pasa nada; ahí ya no hay vida”, dijo Patier Vallejo al salir.

Llamaron a la comisaría y a las autoridades de la Sociedad Española. Apenas pudieron explicar lo que habían hallado. Estaban nerviosos, conmovidos, asustados. A los minutos llegaron la prensa y los parientes de las víctimas. Según los diarios de la época, acababa de producirse la mayor matanza colectiva en la historia del delito en Tucumán.

Raúl humedece sin querer la punta de sus largos bigotes en el pocillo de café. Luce como un hombre sencillo, algo tímido y bastante formal. Cuenta que pasó su vida trabajando en la empresa de seguros fundada por su padre. Tiene cuatro hijos (al último que nació le puso Roberto Osvaldo Sánchez). Hoy ve crecer sus nietos y acarrea un par de operaciones cardiovasculares recientes. Ha traído al bar recortes de diarios amarillentos y ajados, una breve recopilación con la cobertura del caso. Pero su memoria no necesita ayuda para repasar algo que siempre tiene presente.

Recuerda que ya había cumplido 24 años, y que su hermano Roberto tenía dos menos. Sonríe con ternura cuando comenta que eran tan parecidos que pasaban por mellizos, aunque los delataba que aquel – a quien por lo general llama “Chicho” – era un poco más flaco.

No eran tan similares en su manera de ser. Compartían códigos, como alentar al Santo en la Ciudadela, mimar a la vieja y obedecer al viejo. Pero Raúl, quizás por haber sido el mayor, cumplía el rol de responsable. Roberto era el más rebelde. “Dejó en tercer año del secundario en la Escuela de Comercio. Capaz que por hacerle la contra a mi viejo, o porque no le gustaba estudiar. Igual, en esa época con el primario te alcanzaba”, relata Raúl. Cuando su hermano cumplió 18 años insistió hasta que su padre le compró un camión, y comenzó a hacer viajes a otras provincias. Pero era muy joven, y le fue mal. No tenía experiencia. Al tiempito salió con la idea de que quería ser militar, y se fue a la Escuela Sargento Cabral, en Campo de Mayo, en Buenos Aires. Cuando terminó, en 1972, lo destinaron a Concordia, en Entre Ríos. Ahí vivió hasta que lo mataron, cuando tenía 22 años”.

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Nadie esperaba que Roberto Osvaldo Sánchez se apareciera ese jueves de Semana Santa en la casa de sus padres, en Villa Luján. “Él estaba haciendo la carrera militar en Concordia. Era cabo de Caballería Blindada, un cargo bajo, así que vivía cortado. Yo tenía tres hijos y uno en camino, pero cuando disponía de alguna plata extra le mandaba. Ese jueves fui a almorzar a lo de mi mamá y lo vi sentado a la mesa. No había avisado que iba a venir, así que nos sorprendió a todos”, dice Raúl. Se saludaron con alegría. “La verdad que yo en esa época estaba muy panzón, y me acuerdo que él me hacía burla. Qué gordo estás, me decía, y me abrazaba y me daba besos. Nos reímos mucho”.

Roberto le contó que había llegado en tren desde Entre Ríos. Eran varias horas de viaje, pero para él valía la pena; y Raúl, desde la insalvable distancia, lo comprende. “Estaba muy enamorado de su novia. Le decían Lucy, era más jovencita y muy bonita. No sé bien qué acuerdo hicieron, ni cómo; creo que ella le mandó un telegrama con una mentira: que mi mamá estaba enferma, y grave. Todo para que Chicho pudiera mostrarle eso a los jefes y que le dieran permiso para venirse”.

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Teodoro Patier Vallejo se encorva aún más para dirigir sus tenues palabras hacia el micrófono del grabador. Hace tiempo que no relata esta historia, que sólo una vez pronunció de manera oficial en la Jefatura de Policía, junto a Roberto Joya. “El secretario general dijo lo que le parecía a él, yo dije lo que me parecía a mí. Uno se acuerda de todo; la gente preguntaba, pero yo tenía poco para decir”, explica el ordenanza.

Aunque le cuesta caminar, cada vez que puede sale a conversar con sus vecinos de Villa Luján, donde es muy bien recibido. Vivió todos estos años a menos de diez cuadras de Raúl Sánchez, el hombre que pasó más de un tercio de su vida preguntándose quiénes mataron a su hermano. Pero jamás se cruzaron. Tampoco se conocen.

El salmantino recuerda a Roberto Olegario Juárez, el administrador y casero de la Sociedad Española, como un hombre bueno. “Era muy formal, muy tratable, con una memoria extraordinaria. Sabía el teléfono de todos los afiliados. Alguien le decía: háblale a tal, o a cual, y él no sé cómo sabía el número y lo marcaba. Estaba al frente de todo lo que se hacía ahí”, señala Patier Vallejo.

Juárez tenía 34 años y era soltero. Dormía en una precaria habitación de tres camas con su hermana, Elma del Valle Juárez -quien era tres años mayor que él-, y con una sobrina de ambos, Nélida Baigorria, de 18. La noche del domingo previo a la masacre, con ellos se había quedado a cenar Roberto Osvaldo Sánchez, ese joven militar de 22 años que sentía más pasión por su novia que por las armas.

Teodoro tampoco comprende qué ocurrió esa madrugada. Como las llaves habían quedado del lado de adentro de la cerradura, piensa que Roberto Juárez debió haber permitido por algún motivo que pasaran los asesinos. “Han hecho lo que han hecho, y han cerrado la puerta cuando se han ido”, expresa, excusándose por no conocer más precisiones.

El ordenanza se jubiló en ese puesto, y ya no se lo ve en la casona de calle Laprida al 300. El lugar está bastante cambiado debido a las sucesivas e improvisadas refacciones. Las dependencias donde funcionaban consultorios ahora son oficinas administrativas. En los fondos, donde se produjo la masacre, ahora hay un gimnasio en el que se practica tae-kwon-do. Los dormitorios y el baño han sido derrumbados. El suelo que alguna vez quedó regado con sangre hoy está cubierto por una colchoneta, y bajo los renovados techos resuenan los gritos de los maestros y sus discípulos. Pero el pasillo continúa siendo tan lúgubre como esos años. De vez en cuando, como un embrujo, el ambiente en el salón de actos se torna festivo. A la tarde, según el día de la semana y la época del año, se enseña danza o pintura o alguna forma de expresión artística. En los 80 y los 90, cuando a los boliches tucumanos sólo entraban los mayores de 21, los centros de estudiantes de las escuelas y colegios organizaban bailes donde fuera que les alquilaran el local; y así fue que ponían música y luces en lugares como la Española, la Italiana y la Sirio libanesa, entre otros, para poder costear el viaje de egresados a Bariloche. Quizás tanta cumbia, tanta zarzuela y tanta alegría ayudaron a tapar el recuerdo de las cuatro muertes. Pero durante décadas le tocaba a Teodoro, después de cada fiesta, encargarse de limpiar todo. Era entonces cuando se rompía el hechizo del goce, y el aire volvía a ser denso, tenebroso, putrefacto.

“Era jodido trabajar ahí después de lo que pasó. Era jodido. Yo he pasado la guerra, que me dio coraje. Pero cuando había casamientos, por ejemplo, y me tenía que quedar a limpiar hasta última hora… no era bueno eso, la verdad que no era bueno”, reconoce Patier Vallejo.

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Otra de las pocas verdades irrefutables en torno al caso es que el amor, y no otra cosa, fue lo que llevó al cabo Roberto Sánchez a estar esa noche en la casona de calle Laprida al 300.

“Chicho tenía todavía su cama en la casa de mis viejos, en Villa Luján. Así que la noche que llegó se quedó a dormir con ellos. Yo tenía un Fiat 600, y él me lo pedía por las noches para salir con la novia. Como en Concordia vivía encerrado acá se desquitaba, y andaba siempre con ella. Él la amaba a esa chica, Lucy. Me acuerdo que ese fin de semana hasta llevó a la suegra a pasear al Parque 9 de Julio”, cuenta Raúl, sonriendo al recordar las aventuras de su hermano.

Los domingos era tradición almorzar los fideos amasados de su madre. Y ese fin de semana de Pascuas tenía de especial que Roberto estaba en Tucumán. “Fuimos a comer con mi esposa, mi hermana, mi cuñado, y todos los chicos. Después de la sobremesa yo me tiré a la cama a hacer un sueñito, porque en un par de horas jugaba San Martín. Me acuerdo que a eso de las tres de la tarde él me vino a despertar”, señala Raúl. Dice que sintió un sacudón en el hombro, abrió los ojos y vio parado frente suyo a su hermano, acomodándose la remera verde dentro del pantalón vaquero. “Me avisó que a la noche me iba a llamar al teléfono de la casa de mi mamá para pedirme el auto. Me saludó con la mano y se fue, riéndose. Es la última imagen que tengo de él”.

Se hizo domingo a la noche, y Roberto no apareció. A la mañana siguiente Raúl estaba en la empresa de seguros, con su papá y su hermana; les resultaba imposible disimular su preocupación. “Mi viejo estaba enojado porque Chicho no volvía, no sabía nada. Cómo no va a llamar para avisar dónde está, decía. Nosotros suponíamos que andaba con la novia. Pero también estábamos inquietos”, relata. A eso de las nueve y media sonó el teléfono de la empresa de seguros. “Atendió mi papá, y la saludó a mi vieja. Ella le contó que había escuchado en la radio sobre un asalto en la Sociedad Española, pero no se daban nombres de víctimas ni nada al principio. Ahí vivía la Lucy con sus tíos. Mi viejo cortó, y lo vimos preocupado. A los segundos el teléfono sonó de vuelta. Mi papá largó un alarido y se puso a llorar. Mi mamá había escuchado de nuevo en la radio que en el asalto había habido cuatro muertos, y uno se llamaba Roberto Osvaldo Sánchez”.

Raúl Sánchez nunca pudo ver el expediente judicial, ni recibió explicación alguna de la policía o del juzgado que intervino en el caso. Cuatro décadas después resulta muy difícil rastrear esos documentos. Juan Gómez Romero, un abogado penalista, hizo de onda algunas consultas en los Tribunales a fines del año pasado, pero lo redirigieron consecutivamente a tantas oficinas que terminó renunciando por cansancio. Ni el despacho que llevaba la causa existe ya.

Las tres hipótesis ofrecidas por los investigadores a la prensa tenían puntos endebles. Según se desprende de las publicaciones del diario La Gaceta, tampoco hubo demasiado interés en la causa penal: sólo se detuvo a un sospechoso, que resultó ser un perejil, y algunas mujeres fueron demoradas y liberadas rápidamente sin que aportaran algo valioso. Los oficiales que estaban de guardia en la sede de la Policía Federal – donde hoy funciona un salón de fiestas – dijeron que tampoco vieron a los asesinos ni escucharon los disparos, a pesar de que sólo una calle los separaba de la escena de la masacre.

Todavía se respiraba algo de tranquilidad en Tucumán. Pero en algunas zonas rurales ya se habían instalado cuadrillas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y batallones militares que, dos años más tarde, se encargarían de arrebatarles a los tucumanos la suma del poder del Estado, y darían inicio al genocidio sobre el que se fundó la dictadura militar. Las persecuciones ideológicas y políticas, sin embargo, no se habían generalizado aún por estas tierras. En las Pascuas de 1974 los secuestros extorsivos y las matanzas sí convulsionaban las ciudades del centro del país, como Buenos Aires, Córdoba y de Santa Fe. Juan Domingo Perón, en su última presidencia – y ya el último tramo de su vida -, había nombrado ministro de Bienestar Social a José López Rega, organizador de la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A). Pero el gobernador tucumano Amado Juri todavía veía el grueso de aquellos enfrentamientos a la distancia.

Debido al contexto, sin embargo, se manejó la posibilidad de que la matanza tuviera motivos ideológicos. Las crónicas rojas mencionan una supuesta nota dirigida al administrador, que advertía: “la situación política está bastante áspera, y si explota la bomba las consecuencias las sufrirán vos y tu familia”. Patier Vallejo recuerda que se habló de una carta, pero asegura que los Juárez no participaban de ninguna agrupación política. Por otra parte, ninguna de las organizaciones militares o paramilitares de entonces se adjudicó el episodio, como solía ocurrir cuando intervenían en atentados, asaltos o secuestros.

La hipótesis del robo también contenía argumentos contrapuestos. La caja fuerte instalada en la administración se utilizaba más para guardar documentos que dinero. Faltaban $ ley 700 mil (la suma está expresada en “pesos ley”, como se denomina a la moneda de la época). El botín era modesto, ya que era el resultante de lo abonado por los socios antes del jueves de Semana Santa. Pero en el bolsillo de la campera del casero había una suma más abultada que esa, indican los diarios, y los asesinos no se la llevaron. Tampoco se fijaron en las pocas cosas que había allí, como relojes y algunas -pocas- joyas familiares. Los policías, con el correr de los días, se encargaron de desestimar el asalto como el probable desencadenante de los crímenes.

Los investigadores sí destacaban las versiones de supuestas fiestas negras en los fondos de la Sociedad Española. Pusieron la lupa sobre la vida privada de Roberto Juárez. Una de las crònicas de La Gaceta consigna que se tenía especial consideración por “el carácter presuntamente homosexual” del administrador de la entidad. Hablaban además de drogas (“alcaloides”, especifican las crónicas). Y vincularon Incluso este caso con el homicidio de un tal Falco Velorio, quien fue ultimado días después de la masacre cerca del cerro San Javier, según se decía, por un ajuste de cuentas. La hipótesis de venganza y descontrol, que sin dudas era la favorita de los policías –imaginaban un gay descorazonado gatillando con furia un revólver-, acabó sin embargo siendo una explicación poco convincente. No se encontraron en la vieja casona cocaína ni otras sustancias ilegales; tampoco rastros de las orgías que los investigadores gustaban mencionar. Sí habían quedado sobre la mesa algunas porciones de pizza, que las víctimas estuvieron compartiendo en la pequeña cocina-comedor hasta la llegada de los asesinos. Las calculadas ejecuciones -tan precisas que los autores no erraron disparos ni olvidaron las vainas servidas- hacen pensar que difícilmente se haya tratado de gente improvisada en esto de llevarse vidas ajenas y seguir su camino sin problemas en una ciudad tan pequeña como era San Miguel de Tucumán.

Al poco tiempo se dieron a conocer datos de las autopsias y de los precarios informes forenses. Tres de los cuerpos habían sido encontrados en el dormitorio. Roberto Juárez y el joven militar Sánchez habían sido amontonados uno encima del otro, junto a las camas. El primero de ellos había sido ultimado de un balazo en la nuca; antes lo habían herido en el pecho y en un brazo; el segundo había recibido un disparo cerca del corazón, y la marca descendente de la trayectoria del proyectil indicaba que lo habían obligado a arrodillarse antes de ultimarlo. A metros de ambos estaba Elma, la hermana mayor del administrador, a quien mataron de un tiro que le abrió la frente. En un cuarto contiguo estaba Nélida Baigorria. Aunque también le habían disparado, ella logró arrastrarse hasta donde había un teléfono y había logrado descolgarlo. Quizás a modo de castigo la remataron dejándole caer un enorme macetón de unos 50 kilos sobre el cráneo.

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Rubén Suárez se autodefine como uno de los últimos dinosaurios del periodismo local. Fue jefe de fotografía de los principales diarios de la provincia, y siempre sintió un interés particular por los casos policiales. Al cuádruple crimen de la Sociedad Española lo cubrió para “El Pueblo”, un matutino que tenía su redacción en calle Entre Ríos 40, en Barrio Sur. Ese día llegó a la Sociedad Española cerca de las 9 y media, fotografió el amontonamiento de cuerpos en el dormitorio gracias al permiso cómplice de un agente, y se marchó tratando de armar el rompecabezas. “Me gusta entender el porqué de las cosas, pero este caso es como una novela de Agatha Christie a la que le falta el capítulo final. Es una incógnita que me va a quedar para toda la vida”, explica el Gringo, con el reflejo de la escena aún grabada en la retina de sus ojos claros.

Se rememora joven y atlético, vestido con unos pantalones Oxford de blancas patas de elefante, que debió arremangar para no mancharlos con la espesa capa de sangre que cubría el suelo. “Cuando yo caminaba la suela de los zapatos hacían chac, chac; se quedaban pegadas en el plasma”, detalla el veterano fotoperiodista. En cinco décadas de carrera jamás vio una cosa parecida. “Cuatro muertes en Tucumán… En esa época todavía era tranquilo. No se hablaba fuerte de subversión y no había crímenes políticos. Todavía era muy incipiente todo eso”, dice Suárez.

Su relato confirma que sonaba fuerte la hipótesis policial de drogas y orgías. “A ese muchacho que mataron – por Juárez – yo lo conocía. Mi abuelita era española, y yo la acompañé en alguna ocasión al edificio de la Sociedad. El administrador sí era amanerado. Lo acusaban de ser homosexual, de ser drogadicto. Pero un crimen pasional no cierra, y no había grupos homofóbicos radicalizados; tampoco una mejicaneada entre narcos, porque en ese momento hablar de drogas era rarísimo. En realidad, eran personas comunes, humildes, que uno nada más veía laburando”, explica. La precariedad que presentaba el pequeño dormitorio del fondo del edificio lo convenció de que los asesinos tampoco buscaban dinero. “Fue una cosa que se tapó desde todos lados, el gobierno, la policía, la justicia… No sé qué habrá habido, pero no se quiso destapar la olla, y quizás la sociedad lo tomó con un algo habrán hecho. No hubo nadie que los reclame. Lo que pasó ahí es un secreto, y los que lo conocían seguro se lo han llevado a la tumba, sentencia el Gringo.

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Hay un café olvidado que se enfría delante de él, mientras habla con esfuerzo entre los ruidos del bar. A Raúl Sánchez no le resulta sencillo recitar estos recuerdos, aunque le parezca estar viéndolos con la nitidez con que se ve una película. En algunos tramos del relato los ojos se le ponen cristalinos, pero se contiene porque no quiere ser protagonista del relato. Lo único que realmente desea son respuestas.

“A eso de las 10 de la mañana llegamos a la Sociedad Española con mi viejo. Había un montón de gente, de policías. Mi papá era un tipo joven, de unos 42 o 43 años, y esto le pegó fuerte. Pasamos hasta el patio del fondo, y pregunté dónde estaba mi hermano Chicho. Me señalaron una galería que no tenía techo; lo vi tirado, y había un muchacho que estaba limpiando la sangre, echando agua con una manguera. Casualmente era amigo nuestro de la infancia, el Pila Madariaga”, relata Raúl, conmovido. Más tarde, en la sala velatoria, Madariaga le contó que Roberto había recibido un disparo en el pecho. “Yo la verdad no vi nada de eso. Sólo tengo la imagen de mi hermano muerto”, asegura.

A los pocos días, su padre le suplicó, aterrorizado, que no hiciera absolutamente nada por averiguar qué había pasado. “Vos tenés tres hijos, y ya viene el cuarto. No vaya a ser que esa gente les haga algo a vos o a los chicos”, le planteó. Raúl aceptó. Agachó la cabeza y siguió su camino, aunque jamás dejó de pensar en su hermano Roberto.

Dice que hace varios meses envió una nota a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación para tratar de reimpulsar la investigación del caso. “Me contestaron que habían pasado demasiados años, que la causa había prescripto”, agrega. A pesar de que las cuarenta pascuas borraron todas las pistas de la masacre, Raúl Sánchez no quiere darle por ganada la pelea al tiempo. Por eso, hoy se cumplirán exactamente 14.551 noches que, antes de dormir, se torturará imaginando quiénes fueron los hijos de puta que mataron a su hermano, y por qué.

* A la memoria de Oscar Garrocho, cuyas crónicas para La Gaceta sirvieron de base para este trabajo.

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