Santa locura en Andalgalá

Crónicas

Santa locura en Andalgalá

El 26 de junio San Martín ascendió a la B Nacional y puso fin a 1827 días en la tercera división del fútbol argentino.

Entró con mucha anticipación, pero ya no había lugar. De la mano de su compañera, José dio unas vueltas hasta que encontró en la tribuna un hueco donde pararse. Se come las “eses” como cualquier tucumano, así que bajo el sol del invierno y rodeado de cerros, debía quedarse en el molde para que nadie le sacara la ficha: se las había ingeniado para ver la final del Torneo Federal A entre Unión Aconquija de Las Estancias, y San Martín de Tucumán. En otra de las tantas vueltas de su historia, el equipo tucumano tuvo que ir hasta Andalgalá (Catamarca) a buscar la puerta de salida de la tercera división del fútbol argentino. Fundado en 1909, el Santo tucumano cuenta con varias hazañas y dos grandes hitos en su vida deportiva: el campeonato de la República, en 1944, y el famoso 6-1 a Boca Juniors conseguido durante el torneo de Primera División 88/89, en el mítico estadio de La Bombonera.

Hay que cruzar algunas frases con él para darse cuenta de que José está loco. Orgulloso, cuenta que no se perdió ni un partido a lo largo del campeonato. El “Cata”, como lo conocen los hinchas de San Martín, vive en San Fernando del Valle de Catamarca desde hace 16 años. Como buen hincha, se las rebusca vendiendo en la calle música y películas, junta unos pesos para vivir y, los fines de semana, va a la cancha, sin importar dónde quede. Todo vale para acompañar a su equipo. La travesía por el Torneo Federal A lo llevó hasta la tierra del membrillo, las aceitunas y las nueces, ahí nomás de su casa, después de haber peregrinado por casi todo el país junto a su amado San Martín, que deambuló los últimos cinco años en una categoría que es más o menos el destierro del fútbol argentino. Perseguir un equipo se convirtió en un hábito para miles de hinchas en el mundo entero. De acuerdo con cada cultura, tiene sus matices y cierta dosis de adicción: una vez que se probó, es muy difícil abandonarlo. En contra de toda racionalidad, y salvo raras excepciones, desde 2013 los argentinos tienen prohibido ir a otra cancha que no sea la de su equipo. Todo se desencadenó luego de que las peleas internas entre barrabravas comenzaron a solucionarse a fuego y sangre, con tal de quedarse con los negociados escondidos detrás de una pelota. Así, una extraña combinación de ineptitud y complicidad criminal entre dirigentes, políticos y violentos obliga a los hinchas a sentarse frente a un televisor cada fin de semana que su equipo no juega de local.

Bajo esa prohibición, infiltrarse en una tribuna es casi un arte de la impostura. La camiseta y la bandera se quedan en casa, guardadas en un cajón. Vestirse de civil para ir a la cancha es como andar de traje si no hay casamiento, pero no queda otra. Hay que pasar desapercibidos como sea. Hacer cuernitos, blasfemar con los dientes apretados y mirar la hora cada cinco minutos son movimientos envueltos por la paranoia de ser descubiertos. Ni que hablar si, aunque sea de carambola, el equipo logra meter un gol. Esa revolución en las tripas que se anuda en la garganta, y deja los ojos vidriosos y con las venas marcadas puede convertirse en un certificado de defunción. Pero en un deporte casi convertido en religión, cualquier maña sirve para cruzar la puerta de entrada de una cancha de fútbol.

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En medio de esa rara normalidad, San Martín llegó hasta Andalgalá, un pueblo con no mucho más de 15.000 habitantes conocido como “la Perla del Oeste catamarqueño”, en busca del regreso a la B Nacional, una especie de purgatorio, si se lo compara con el Federal: esa temporada 35 equipos pelearon por un solo premio llamado ascenso. En el último partido lo esperaba Unión Aconquija, que desde hacía cuatro torneos soñaba con la proeza de convertirse en el primer equipo catamarqueño en competir en segunda división.

El campeonato duró poco más de cuatro meses en los que San Martín dio unos cuantos tumbos y, cuando parecía que otra vez terminaría hundido en la frustración de un año más en tercera, metió una bocanada de aire que le permitió entrar a la definición del campeonato.

Los tucumanos comenzaron la temporada el domingo 14 de febrero, enfrentando a Güemes en Santiago del Estero, con Sebastián Pena como entrenador. El partido terminó 1-1 y el equipo demostró que podía ser arrollador, pero faltó gol. Otro empate y dos victorias dejaron a los “Santos” primeros en la zona E. Sin embargo, luego, otra igualdad y dos derrotas consecutivas los pusieron al borde de la eliminación. A las puertas de un nuevo fracaso deportivo, el técnico presentó la renuncia y el futuro se llenó de incertidumbre. Con cinco partidos por delante, los dirigentes le pidieron al DT de inferiores, Ariel Martos, que armara el equipo por un partido: debía enfrentar de visitante a los santiagueños de Mitre, que llegaban punteros y con chapa de candidatos. Con todo por perder, Martos apostó por un puñado de juveniles que hasta ese momento sumaban pocos minutos en Primera. Un día antes del juego, fundamental para lograr la clasificación, más de mil hinchas fueron a La Ciudadela para despedir ese plantel que iba de punto a Santiago del Estero. Sin fútbol pero con mucho corazón, San Martín volvió con la valiosa victoria que le sirvió para continuar en carrera. El pase a los playoffs se sellaría ya con Diego Cagna como nuevo entrenador, después de conseguir tres triunfos y un empate. En total jugó 12 partidos contra cuatro rivales bajo la conducción de tres directores técnicos. El primer objetivo estaba cumplido. A partir de ese momento, San Martín debía pelear el único ascenso en cuatro cruces eliminatorios, de dos partidos cada uno. Lo mejor recién estaba por empezar.

En la primera llave le tocó Guaraní Antonio Franco, de Misiones, que la temporada anterior había descendido de la B Nacional y que, a pesar de no haber logrado un gran desempeño en la primera fase, tenía un plantel más que respetable: defensores ásperos, volantes experimentados y uno de los mejores enganches de la categoría: Cristian Barinaga. Y San Martín, que había perdido en Misiones, debía ganar en casa para seguir en carrera. Con las tribunas de bote a bote, el empate que parecía inamovible dejaba eliminados a los tucumanos. Ni los más de 25.000 hinchas que desbordaron La Ciudadela ni los que siguieron el juego por Canal 10 olvidarán jamás que, cuando todo estaba perdido, una jugada cambiaría por completo el desenlace de la temporada.

Fue tan determinante que habría que recordarla todos los años, como rememoran desde hace décadas los hinchas de Rosario Central la palomita de Aldo Pedro Poy, que quedó en la historia de su ciudad luego de convertir, de cabeza, el gol de la victoria que permitió a los “Canallas” llegar a la final del Nacional y, luego, conseguir su primer título. El escritor Roberto Fontanarrosa inmortalizó esa jugada con un cuento que tituló “19 de diciembre de 1971”.

En La Ciudadela, el árbitro Pablo Echavarría había marcado cuatro minutos adicionales, que debían jugarse al término de los 90 minutos reglamentarios. Con todo el equipo tirado al ataque, el volante Maximiliano Rodríguez fue hasta el área de San Martín a buscar la que sería la última pelota del partido. Se la pasó a Sergio Viturro, y este, con la marca encima, la cedió al arquero César Taborda. Sin demasiadas opciones, y desde la mitad de cancha, Taborda mandó un pelotazo intentando llegar lo más cerca posible del arco rival, pero apenas alcanzó el borde del área, desde donde el balón fue peinado por Alexis Ferrero. Parecía que la jugada y la clasificación se iban por la línea de fondo cuando el botín zurdo de Ramón Lentini devolvió la pelota al área chica. A 30 segundos de que terminara el partido, el cabezazo de Iván Agudiak detonó una bomba en La Ciudadela.

Había tanta, pero tanta gente dentro del campo de juego que el goleador nunca supo bien con quién abrazarse; su tanto había sellado la clasificación a los cuartos de final. Hacía años que no se gritaba un gol con la garganta, el puño en alto apretado y los ojos queriendo salirse de las órbitas. Esa tarde del 22 de mayo pude ver cómo miles de rostros desfigurados por la angustia y la desazón pasaban del desconsuelo a la euforia y a las lágrimas, en los apenas ocho segundos que duró la jugada. Tan fuerte fue el estruendo provocado por la avalancha que desencadenó del gol, que parte del alambrado de la tribuna de calle Pellegrini se rompió y cayó sobre el campo. Literalmente, la cancha estalló. En ese momento milagroso, y en un mundo futbolero minado por las cábalas, muchos se dieron cuenta de que algo había cambiado. ¿Una señal divina? Ni idea. Pero en ese instante se comenzó a construir la mística necesaria para que esa temporada fuera inolvidable.

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Una semana después, la buena relación entre los dirigentes de San Martín y de Sportivo Belgrano, de San Francisco, les permitió a los hinchas del Santo abrazarse a la libertad para volver a las rutas por primera vez en el semestre. Debieron pasar 15 partidos para que la veda al público visitante fuera dejada de lado por los cordobeses. En caravana, más de 4.000 simpatizantes viajaron hasta el noroeste de Córdoba para ver a su equipo ganar 1-0. Fue tan bueno el desempeño que no quedaron dudas. Pensar en romper el maleficio ya no sonaba tan descabellado, pero todavía faltaba más.

Luego de eliminar a los cordobeses, y pese a caer 1-2 en el partido revancha jugado el 4 de junio en La Ciudadela, San Martín se metió entre los cuatro mejores del torneo, algo impensado hasta ese momento. A la ilusión del ascenso le quedaban sólo cuatro partidos y la hinchada volvió a copar la tribuna visitante en Sunchales, Santa Fe. Otra victoria (por 1-0, con gol de Lentini de penal) confirmó que la cosa iba en serio y que había muchas razones para creer en la ansiada vuelta olímpica. Pero en el regreso todo fue lágrimas. Cuatro hinchas se estrellaron contra un camión y murieron muy cerca de la localidad santiagueña de Colonia Dora. A Nahuel Pérez (19 años), Gastón Cajal (18), Fernando Andrada (21) y Juan Carlos Grollimund (35) les faltaban 350 kilómetros para llegar a casa. Sólo Jorge “Jarry” Manovich (20) sobrevivió. Habían salido de Tucumán la madrugada del miércoles 9 de junio. Pasaron la tarde alentando y emprendieron la vuelta esa misma noche. En la memoria de muchos quedará grabada la última foto que se tomaron en una estación de servicios y que dio vueltas por las redes sociales. Estaban felices. Esa tragedia fue un mazazo. Eran cuatro amigos que viajaban a todos lados para acompañar a su equipo y anhelaban el regreso a la B Nacional. Dejar la vida por los colores no fue un eufemismo.

Cuatro días después, cuando se jugó la revancha en La Ciudadela, había más ganas de llorar que de ver un partido de fútbol. El recuerdo de Nahuel, Gastón, Fernando y “Carpincho” estuvo latente. “Le podía haber pasado a cualquiera”, la idea que machacaba a todos los que alguna vez habían largado todo para ir a ver al Santo. El 1-1 ante Libertad clasificó a San Martín a las finales del campeonato. Era entonces o nunca.

El primer partido ante Unión Aconquija se jugó el 20 de junio en Tucumán, en otro estadio repleto. Los catamarqueños salieron a buscar el empate que los hubiera dejado con cierta ventaja para el desquite, una semana después, en Andalgalá. Pero un tiro de esquina de Agustín Briones y la cabeza de Gonzalo Rodríguez sellaron el 1-0 con el que San Martín iría a buscar el ascenso.

A contramano de lo que había pasado en los partidos previos, la dirigencia catamarqueña dejó de lado las amistosas excepciones y se aferró al reglamento: anunció que el partido más importante de la temporada se debía jugar sin hinchas visitantes y que se iba a prohibir el acceso de tucumanos a la ciudad. Escudado en las precarias condiciones de su cancha, Octavio Gutiérrez, presidente del club, fue contundente y hasta desafiante: “no habrá hinchas de San Martín. Vamos a controlar el ingreso en los puestos camineros”.

Con la prohibición declarada, una larga caravana de hinchas en autos y en motos acompañó a los jugadores desde La Ciudadela hasta La Cocha, justo antes del límite con Catamarca. Sin embargo, unos cuantos pusieron el instinto por encima de las reglas y, al igual que el “Cata”, se tiraron un lance. Pero antes había que planificar todo, no fuera a ser cosa que…

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La siesta fue tan profunda que me costó dejar la cama. Por la ventana confirmé que la noche se había devorado la tarde. Con poco abrigo y sin mucha decisión abrí la puerta. En las galerías de la vieja casona no se escuchaban ruidos. Hice unos pasos y lo confirmé: con la puesta del sol había comenzado a nevar en Chaquiago, una pequeña localidad ubicada en las afueras de Andalgalá que fue el refugio del puñado de hinchas que ignoró todas las advertencias y se mandó nomás. Se había corrido la voz de que en una hostería se podían esconder los hinchas de San Martín que habían logrado ingresar al pueblo, casi sitiado por la Infantería.

La logística del viaje había comenzado con al menos dos semanas de anticipación. A sabiendas de la veda, asilarse en las afueras de la ciudad prohibida era, desde el vamos, la primera opción.

Estábamos en la ruta desde la madrugada, y el último control policial nos obligó a todos a bajar, uno a uno. Entre bostezos y lagañas, debimos entregar documentos y acreditar que, de verdad, todos los ocupantes de la combi éramos periodistas. Después de sentir el frío en los huesos nos dejaron pasar. Faltaban más de treinta horas para el partido, pero el horno ya no estaba para bollos.

El grueso de los hinchas tucumanos se había largado a la ruta el fin de semana, a sabiendas de la amenaza latente: no los dejarían llegar. Sí tenías domicilio de Tucumán, se interrumpía el viaje a unos cuantos kilómetros del destino. Muchos debieron pegar la vuelta. “Si pasa, pasa”, habrán especulado. Fue una verdadera timba, pero, como en los controles se tomaron descansos, hubo unos cuantos que violaron la veda.

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Ante la posibilidad de sufrir una invasión, los dirigentes catamarqueños intentaron cercar el pueblo. No querían intrusos en las tribunas ni en las calles ni en los hoteles. Nada. Fueron tan extremos -y absurdos- los controles que una comitiva policial recorrió durante todo el fin de semana cada uno de los albergues de la zona para revisar la lista de huéspedes. No sólo fue difícil llegar, también lo fue encontrar dónde pasar la noche. Ni hablar de conseguir una entrada.

En medio de tanta persecución, los andalgalenses vivieron los días previos al partido sin alterar su ritmo vallisto. Por ahí no hay mucho apuro y la euforia por el fútbol, ni siquiera en esta instancia, pareció despertarse. El escaso fanatismo tal vez se debiera a que el equipo que estaba a 90 minutos de la hazaña de llegar a la B Nacional es originario de otro pueblo, Aconquija –que todos llaman Las Estancias-, pero juega de local desde hace cuatro años en la cancha de Tiro Federal y Gimnasia.

Los “estancieros”, como le dicen al equipo, trajeron su fútbol desde el otro lado de la cuesta de la Chilca y los andalgalenses les prestaron sus hinchas. El creador de todo es Octavio Gutiérrez, actual vicegobernador de la provincia. Junto con su hermano, su cuñado y, más tarde, su hijo, construyeron poder al mando la intendencia de Aconquija durante casi tres décadas. Militante peronista desde su juventud, Gutiérrez padre accedió a sus primeros cargos públicos de la mano de Luis Barrionuevo, sindicalista gastronómico y caudillo de la política catamarqueña alineado siempre con la derecha peronista. Con él colaboró en la escandalosa quema de urnas durante los comicios provinciales de marzo de 2003 y, unos días más tarde, en los huevazos lanzados en contra de la, por entonces, senadora Cristina Fernández, que hacía campaña para su marido, Néstor Kirchner, candidato a presidente. Lo curioso es que Gutiérrez llegó a la Casa de Gobierno como compañero de fórmula de Lucía Corpacci, que accedió al Ejecutivo de la mano del kirchnerismo.

Con ese panorama, San Martín y Unión Aconquija debían jugar la final el domingo 26 de junio, justo el día en que se cumplían cinco años exactos de la derrota en la Promoción, a manos de Desamparados de San Juan, que determinó el descenso al Federal A.

Aunque sentían que el ascenso no se podía escapar, envalentonados por una racha de apenas tres derrotas en casa luego de cuatro temporadas, para los lugareños tener a San Martín enfrente era todo un acontecimiento, tanto como poder ver de cerca a Diego Cagna.

A unas horas del gran partido, el “Flaco”, que en su época de jugador había sido una de las estrellas del Boca de Carlos Bianchi, se mostró lo justo y necesario por los espacios comunes del hotel de Turismo, donde se alojó la delegación tucumana ese fin de semana. Apoyado en el mostrador del hall de entrada, Cagna le pidió a una de las empleadas que le acercara una computadora que había dejado cargando durante el almuerzo. Uno de los mozos aprovechó la espera y se le instaló a la par, casi cubriendo la puerta que daba al pasillo que llevaba hacia las habitaciones. Sin demasiados preámbulos, ese hombre bajito, con los brazos cruzados por detrás de la cintura, olvidó por unos segundos las investiduras y le preguntó si era cierto que (Juan Román) Riquelme, el ídolo de aquel Boca múltiple campeón, tenía siempre “mala cara”. Sorprendido, Cagna apenas devolvió una sonrisa algo incómoda. La llegada de su computadora lo salvó del resto del interrogatorio: el muchacho ya había entrado en confianza. En tres pasos el DT salió de la escena para refugiarse en su habitación.

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Aprovechando el atardecer del sábado, entre las sombras, un puñado de tucumanos cruzó la barrera y se infiltró en Andalgalá. El boca en boca convirtió esa vieja casona de Chaquiago, construida en el siglo XIX, en una pequeña Ciudadela del otro lado del Aconquija. Con una galería en forma de U, el piso de baldosas rojas, grandes arcos, las paredes blancas y un aljibe en el medio del jardín, fue la base de una treintena de hinchas. La noche los encontró abrazados y cantando en la única parrilla en kilómetros.

Abrigados por unas cuantas salamandras, festejaron hasta entrada la madrugada que habían llegado y estaban a unas horas del juego más esperado de la temporada. Hubo fotos con banderas improvisadas con manteles rojos y blancos, reencuentros y varios brindis. Muchos se conocían de destinos previos y las mesas se hicieron cada vez más grandes, casi eternas.

Ahí conocí al “Cata”, un morocho grandote de barba canosa y cuarentona, con una tonada bien tucumana a pesar de que llevaba casi la mitad de su vida caminando las calles de la capital catamarqueña, donde recorre la administración pública vendiendo música y películas. “Soy mi propio jefe”, se agrandó. No le sobra, pero le alcanza para seguir a su equipo, siempre junto a Eli, su compañera, una catamarqueña a la que convirtió en tucumana y en “ciruja”. A Eli se le acababa la timidez cuando hablaba de San Martín. Parecía criada en El Abasto. Enumeró canchas, rivales y goles. Estaba ansiosa por ir al partido. Ellos sabían que iban a entrar.

Sentado a unos metros estaba Javier, al que todos le decían “Gallo”. Había llegado en colectivo junto con unos amigos. Como la gran mayoría de los que había estado en Posadas, San Francisco y Sunchales, contó que habían sido descubiertos cuando les pidieron los documentos, y que debieron bajar y caminar unos cuantos kilómetros hasta la terminal. No hubo excusas. Infantería no se creyó el cuento de la abuelita a la que tantos nietos iban a visitar el mismo fin de semana, ni el de la tía. Mucho menos el del “torneo de skate en Chaquiago”. Aunque parezca una fábula, esa noche “Gallo” aseguró que un intrépido había viajado más de 400 kilómetros con una tabla a cuestas. “Todavía le deben estar pegando, por gracioso”, aventuró mientras cebaba otro vaso.

Cada tanto sonaba un celular y se escuchaban las coordenadas que permitían llegar al quincho del que se habían adueñado los tucumanos. Al ritmo del clásico “somo’ locale’ otra ve’”, las brasas fueron consumiéndose y las botellas, vaciándose.

“El cielo está despejado. Esta noche va a helar”, pronosticó el asador, un lugareño con rasgos gringos que aseguraba haber vivido unos años en Tucumán y (vaya uno a saber si por conveniencia) que confesaba simpatía por el Santo. “Siempre voy a verlo a Unión. Mañana será un mundo de gente la cancha”, pronosticó. Y no se equivocó.

A la mañana siguiente, la nieve en la punta de los cerros confirmaba los presagios de una madrugada gélida. Hizo tanto frío que los tanques de agua de la casona terminaron congelados. Con las chimeneas humeantes, como durante todo ese fin de semana, Andalgalá y Chaquiago se calefaccionaron a base de salamandras, braseros y hogares. El olor a leña era tan característico que se siente hasta cuando se camina por la plaza principal. O será que uno lo llevaba impregnado. A la hora del partido se iba a necesitar más que abrigo. En las calles había poca gente y, sin culpar al invierno, no había clima de final que hiciera pensar que ese no era un domingo cualquiera.

Desde muy temprano, los tucumanos que habían logrado entrar al pueblo sólo querían asegurar su entrada a una cancha en la que no había lugar para todos. Con poco más de 3.000 lugares, y la celosa custodia policial, los visitantes la tenían difícil.

La venta de populares comenzó unas horas antes, en las ventanillas de una combi-boletería rodeada de policías. Había que hacer más de tres cuadras de fila para conseguir alguna: dos por persona y con documento en la mano.
El escenario para amasar unos mangos con la reventa estaba montado. Pero la idiosincrasia del andalgalense no vio pasar la oportunidad y, en una cachetada al capitalismo de mercado, la demanda nunca despertó la oferta. En el vale todo por una entrada el chamuyo cotizó más que una billetera y hubo unos cuantos que terminaron “invitando” a los lugareños que prestaron los carnés de manejo.

Después de dos cacheos, logré entrar junto a un numeroso grupo de periodistas con cuatro horas de anticipación. Es tan modesto el estadio que los jugadores llegan cambiados para jugar y, luego de los partidos, se van a bañar al hotel, porque los vestuarios todavía no tienen agua.

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En busca de comida reconocí muchas caras. Todos se hicieron los boludos para no llamar la atención. En la cantina la oferta gastronómica pulverizó mis prejuicios y superó todos mis conocimientos previos. El menú decía clarito: locro, empanadas fritas, milanesas, lomitos y cazuela de cabrito, una especie de ruleta rusa a la que habría que jugar.
Entre cucharada y cucharada, una montaña de fuegos artificiales se dejaba ver al costado del mostrador. “¡Cagamos! Estos ya tienen preparados los cuetes para el festejo”, me susurró por lo bajo uno de mis compañeros de mesa.
Afuera, con un parlante, un animador convocaba a todo el pueblo: “vení y acompañá a Unión en busca del ascenso”. Atadas al alambrado que rodeaba la cancha esperaban, minuciosamente acomodadas, latas de humo con los colores de Unión.

En la cuenta regresiva hubo que acomodarse como se pudo. Como habían anticipado, los escalones fueron escasos y los techos de las casas vecinas se volvieron recursos de última hora. La cabecera oeste de la cancha no tiene tribuna; apenas una medianera de menos de dos metros cubre las espaldas del arco. Eludiendo controles, muchos lugareños tenían su rama y su pedazo de losa reservado de antemano. Es posible que la mitad del pueblo haya estado esa tarde en la cancha y en sus alrededores.

La ansiedad dejó dedos sin uñas y pulmones entabacados. Los locales estaban felices porque soñaban con hacer historia; para los visitantes volver con las manos vacías sería como sepultarse. Había que mirar las caras para darse cuenta de que el derecho de admisión había fracasado.

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Como si fuese un partido de la Copa Libertadores, pero de los años ’60, cuando todo era posible si se deseaba sacar ventajas sobre el rival, desconocidos se pasaron la noche reventando bombas de estruendo bajo las ventanas del hotel donde intentaba dormir la delegación tucumana. En la mañana siguiente los rumores mencionaban a la barra de Villa Cubas como la ejecutora del bombardeo. El fantasma de que las manos largas de la política podrían interferir en el resultado tomó cuerpo.

Con todos estos condimentos sólo quedaba jugar para ver de qué lado caía la taba. Mientras apostaba con un hincha de Unión Aconquija a los cuántos minutos el árbitro iba a cobrar un penal para los “estancieros”, Ramón Lentini metió el primer gol de San Martín, silenció a todos y los nervios cambiaron de bando. Todo comenzó con un despeje de cabeza de César Abregú, quien habilitó -casi por casualidad- a Diego Bucci; este encontró mal parada la defensa del equipo de Catamarca y tiró un centro rastrero al medio del área. Sin mucho césped, seco y duro, el piso -víctima del clima de los Valles- ayudó a la pelota a dar cuatro piques raros, como si fuese un cubo, o de piedra. Justo en el último bote, casi con los tapones, Lentini le cambió el palo al arquero Alejandro Medina y puso el 1-0 para los tucumanos. ¡Ay las ganas de gritarlo que tenían los infiltrados! Pero se las tuvieron que masticar. Detrás del arco y pegados a la tela, un grupo de hinchas camuflados de dirigentes fueron los únicos que pudieron festejar. Faltaba mucho partido todavía.

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“Unión juega mejor en los segundos tiempos. Ahí liquida los partidos”, se atajó Ezequiel, el andalgalense sentado a mi lado que se ilusionó cuando el DT de su equipo “se puso la camisa de la cábala”. Dicho y hecho. Apenas 16 minutos después, el delantero local Juan Pereyra quedó enganchado por la pierna izquierda del defensor Esteban Goicoechea, se dejó caer en el área y… “¡peeenaaaal!”, gritaron todos. El árbitro estaba parado a unos metros y no dudó. Con la mano derecha se llevó el silbato a la boca, flexionó las rodillas y, con el brazo izquierdo extendido, cobró la falta. De nada sirvieron los reclamos de los visitantes. El arquero Taborda eligió tirarse hacia su izquierda, siguiendo la lógica de que los jugadores zurdos suelen cruzar sus remates. Pero Lucas Farías acomodó el cuerpo hacia su derecha y, con un elegante movimiento, abrió su pie izquierdo para inflar la red.

Ese gol reanimó al equipo catamarqueño, que se fue al descanso empatando 1-1. El resultado seguía favoreciendo a los tucumanos que, de pronto, vieron desplomarse el cielo a los 23 minutos del segundo tiempo, cuando el partido parecía anestesiado. Un pelotazo llovido al área de San Martín no pudo ser despejado por el defensor Facundo Rivero y en el pique contra la tierra se le escapó por debajo de las piernas al arquero Taborda. Al delantero Farías no le hizo falta más que empujarla para poner el 2-1 que mandaba la definición del ascenso a los penales. El Santo se complicaba solo y animaba a un rival que se había mantenido, hasta ahí, con mucha tibieza.

La euforia por la heroica remontada local duró apenas 79 segundos, el tiempo exacto que San Martín demoró en sacar del medio y habilitar a Gonzalo Rodríguez, quien con un solo movimiento acomodó la pelota y se quitó la marca de tres defensores: Nicolás Chietino, Iván Marcolini y Martín Arce. Bautizado “Torpedo”, por su velocidad, el delantero dio tres pasos y, sobre la línea del borde del área, sacó un remate recto, rasante y directo al primer palo del arquero Medina. Con ese golazo los tucumanos llegaban al 2-2, y a la final le quedaban poco más de 25 minutos. Las caras de los andalgalenses ya tenían más que preocupación. El sueño se desvanecía y, esta vez, delante de sus ojos, en su propia casa, donde hasta ese momento de la temporada Unión acumulaba seis victorias, dos empates y una derrota.

A esa altura, el corazón se les quería escapar a los hinchas Santos mezclados en las tribunas entre los locales, que ya los tenían identificados. Es más, ya ni siquiera eran sospechosos: eran los únicos que no habían festejado ninguno de los cuatro goles.

Con las tribunas en silencio, los gritos de los relatores seguramente se escuchaban desde dentro de la cancha. Imaginen lo que tronaron esas gargantas cuando a los 35 minutos del segundo tiempo, por otro error de la defensa catamarqueña, Gonzalo Rodríguez dejó a Ramón Lentini mano a mano con el arquero Medina, que apenas pudo achicar el arco antes de ver cómo la pelota entraba junto al palo derecho. Era el 3-2 con el que se sellaba el tan esperado ascenso, después de 1827 días. La pesadilla había terminado.

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En esos cinco años, San Martín había pasado por las manos de seis presidentes: Rubén Ale, Abraham Salame, Emilio Luque, César Palacios, Jorge Garber y Oscar Mirkin. Las épocas de turbulencia comenzaron después del descenso al Federal A. La “Chancha” Ale había asumido en 2006, pero acuciado por denuncias por presunto lavado de dinero y defraudación al fisco dejó el club en el Federal A, después de cinco años y dos meses en los que acumuló cuatro ascensos (el tercero a Primera, en 2008) y dos descensos. Salame se mantuvo casi dos meses, pero presentó la renuncia y anticipó las elecciones. Por amplia mayoría en las urnas, en diciembre del 2011 fue elegido el empresario Luque, quien se lanzó a una aventura que le duró seis meses. El supermercadista pegó el portazo minutos antes de la conferencia de prensa en la que el club tenía previsto anunciar la contratación de Carlos Ramacciotti como entrenador. Fue un papelón. Entonces asumió la presidencia “Pacha” Palacios, pero en 10 meses no pudo controlar la crisis. Así las cosas, hizo falta llamar de urgencia a la comisión fiscalizadora (compuesta por Miguel Zamora y Adrián Gasca), que organizó nuevas elecciones. En mayo de 2013, Garber, empresario de la construcción, asumió para completar el mandato inconcluso de Luque. Recién en junio de 2014, luego de una contundente victoria en las urnas, Mirkin se hizo con la presidencia del club y, después de turbulentos dos años, consiguió sacar al Santo de la tercera división.

En el medio quedaron más de 60 futbolistas y 11 directores técnicos: Pedro Monzón, Carlos Ramacciotti, Carlos Roldán, Miguel Amaya, Juan Amador Sánchez, Armando Sialle, Darío Tempesta, Osvaldo Bernasconi, Juan José López, Sebastián Pena y Diego Cagna, el último. A ellos hay que sumarles Omar Marchese y Ariel Martos -que asumieron sendos interinatos-, dos soldados del club que debieron armar equipos en los peores momentos deportivos de ese penoso lustro.

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Con el ascenso consumado, nadie quiso quedarse en la cancha. Los catamarqueños se fueron con la cabeza gacha; algunos intentaron quejarse, pero la Policía habló con palos y balas de goma. Del lado de los tucumanos, la misión era llegar cuanto antes al hotel de Turismo, una especie de embajada convertida en territorio “ciruja”, apenas a cinco cuadras de la cancha. Era momento para el desahogo. Ahí se podía gritar y llorar después de tanta angustia contenida. A cada jugador que bajaba del colectivo lo esperaba una marea de hinchas que hacía imposible el paso. Mientras en Tucumán las calles se llenaban de banderas, y de camisetas rojas y blancas, con la caída del sol en Andalgalá el domingo volvía a su ritmo de costumbre, salvo en ese pedazo de tierra “santa”.

En caravana, la mayoría de los hinchas tucumanos dejó el pueblo para acompañar al plantel, que esa noche durmió en la capital catamarqueña. A la mañana siguiente, los festejos por el ascenso continuaron en el camino de regreso. Muy cerca de la Cuesta del Portezuelo, ahí nomás de la frontera provincial, Cristian fue el primero que apareció en la ruta 38 montado en una moto azul. Con un gorro de lana y una campera de cuero había salido de madrugada desde su casa, en el barrio Don Orione. Tenía las manos enrojecidas por el frío; lo abrigaba una bandera atada al cuello, que flameaba sobre su espalda. Tres días antes, con su mujer y unos cuantos miles de hinchas, había acompañado, en el camino de ida, el plantel hasta La Cocha. El lunes en sus dientes se escuchaba el tiriteo, pero estaba cumpliendo un mandato familiar. Quería ser el primero en darles la bienvenida a los héroes del ascenso. Su compañera había tenido que quedarse en casa para llevar los chicos a la escuela. Para él también San Martín lo es todo.

El paso de la caravana se fue volviendo cada vez más lento en el sur tucumano. Los fanáticos querían acompañar y saludar a los campeones como fuera. La escena, con carteles, banderas y papelitos, se repitió en Juan Bautista Alberdi, Aguilares y Famaillá. Hasta un autobomba se metió en el camino para escoltar al colectivo antes de llegar a Concepción. El recorrido, que parecía interminable, hizo un alto en Los Vázquez, a pocos kilómetros de llegar. Ahí hubo cambio de colectivo y más bombas de estruendo. El pueblo “ciruja” estaba de fiesta. La plaza Independencia y la Ciudadela fueron las últimas paradas.

Aunque la vuelta olímpica se había hecho esperar ocho años, para ese puñado de fieles que largó todo para infiltrarse en Andalgalá, y para los que se quedaron afuera, era apenas la renovación de sus votos. Mostraron que la lealtad por los colores escapa a las discusiones cromáticas. Hay algo que les tatúa una identidad, que los moviliza y los transforma en los hacedores de esa liturgia que rodea al Santo tucumano.

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