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Nació, se crió y vive en Tafí Viejo. Creó una fuente que tiene música propia, pintó murales en iglesias, quiso construir un robot y estuvo a punto de terminar su propio avión. Atilio José Roberto hace todo lo que quiere.
La mano ya no le sangra en la guardia del Hospital Padilla. Pasa una enfermera de vez en cuando para preguntarle cómo está. Esa noche, llegaron dos apuñalados de urgencia: uno muere delante de sus ojos, el otro se salva. Toca su turno y a esa altura de la noche, sabe que le duele más la muerte que el motivo por el cual está en el Hospital.
– ¿Trajo su dedo?
– Sí.
Pero al buscarlo, el joven Atilio José Roberto no tenía el meñique, lo había perdido en el camino. Horas antes, se lo había cortado con un hacha intentando matar una comadreja que no dejaba de hacer ruido cerca de la piscina de su casa.
Atilio hace de todo un poco con la ingeniería de nueve dedos. Es el taficeño que sus paisanos ven cuando van a la Plaza Mitre, a la Iglesia Inmaculada, cuando quieren aprender pintura y cuando se hace necesario compartir alguna locura.
Atilio, religioso.
Campanada uno, dos y son casi las ocho de la noche del lunes 30 de septiembre y la iglesia Inmaculada Concepción de Tafí Viejo se prepara para dar misa. La Iglesia está ubicada entre la Avenida Alem y el camino del Perú, es una de las más tradicionales de la ciudad, ocupa toda una manzana y es una de las postales taficeñas más características. De jueves a martes con tres campanadas se anuncia que hay misa y religiosamente da comienzo a las 20:30.
Atilio pintó el altar mayor y consta de tres murales que cubren toda la pared. Son trípticos, pintados con pintura sintética lo cual les da un brillo especial y plastificador a figuras barrocas con angelitos regordetes. Los colores son cálidos, con la cruz del altar en un atardecer naranja. No hay dolor, ni alegría en esa pasión de cristo.
Para una señora que está ahí, el que pintó eso es Miguel Ángel, pero de acá; un paisano, un habilidoso, un genio. A Atilio le llevó un mes pintar la Iglesia Inmaculada. A Miguel Ángel le llevó por lo menos cuatro años pintar la capilla Sixtina con dedicación exclusiva. Atilio pintó el altar de la Iglesia mientras el párroco Domingo Atonur, de vez en cuando, abría la puerta de la sacristía que está comunicada con el altar, miraba y volvía a cerrarla. No se metía, se supone que le gustaba. Se supone en ese silencio.
Campanada tres, humo de sahumada, ahora el padre Roberto Espeche, un morocho de gesto recto, habla desde el altar en un atardecer naranja que es de estampita.
Buenas noches y hasta luego, comenzó la misa para las 34 personas que hoy están aquí y no saben si mirarlo al cura o al mural de fondo.
Pero esta no es la única obra que tiene en iglesias, Atilio también pintó la cúpula de la Iglesia principal de la ciudad de Monteros.
Lo último que realizó fue la parte exterior de la capilla del Colegio Nuestra Señora de la Consolación. Al celebrarse el bicentenario del natalicio de su fundadora, las hermanas querían hacer una obra y lo llamaron a Atilio, pero ahí él no pintó. Inventó una técnica para pegar mosaicos de tal forma que quede representada la imagen de la Virgen de la Consolación y de María Rosa Molas (fundadora de la congregación).
Atilio, pintor y maestro
En el taller donde Atilio enseña pintura son las 20 de un miércoles de septiembre. La bienvenida la da el portón frente a la calle San Martín, por estos días está la imagen de Chespirito caracterizando al Chavo del 8. La clase acaba de empezar y es hasta las 22, a pedido del público que son sus alumnas, Isabel Villegas de Enrico y Susana Mauseri. Suena Cristian Castro: “azul porque este amor es azul como el mar azul” y los ojos de Atilio son azules aunque parecen marrones. Posee una luminosa oscuridad que le aparece detrás del parpado y le cuesta sostener la mirada. Tiene 43 años, pero una vez le dieron 58 y si él lo dice, la gente le cree. Está rapado, pero de esos rapes que dejan ver el color del cabello, el de él está pintado a tango: las nieves del tiempo platearon su sien. Se mueve, fuma y habla con rapidez. Usa cinto, pero eso no quita que sin querer se le baje un poco el pantalón. Éste miércoles de septiembre se puso el calzoncillo verde oscuro. Tiene el sentido del humor de aquel que le escapa a la lágrima, porque a ésta altura de la vida ya muchos saben que se llora de alegría, pero no se ríe de tristeza. Rara vez se sienta como para descansar y, sí lo hace, no para de mover un pie, como sí fuera uno de esos niños que, a punto de tomarles la lección, se están diciendo: “no diga mi nombre señorita”.
La música es la motivación del aula taller. Las chicas pintan y piden al Puma Rodríguez y agárrense de las manos que si Atilio pone la que le gusta a él, el clima decae. A él le gusta el folclore, el tango, piensa que tendría que haber nacido en los 40, considera tener un espíritu arrabalero. La música que escuchamos es la elección de sus alumnos.
El taller está dividido: por un lado el aula, un baño, una mini oficina desde donde se pone la música con una computadora y por otro el taller propiamente dicho con heladeras Siam usadas como armarios contra la pared. Una foto de una mina usando ropa interior minúscula, una rubia con lencería rosa, la lámina le da un aire de gomería al taller del artista. Según Atilio esa es su novia y para mí es el Puma Rodríguez y Cristian Castro, o sea la motivación de sus dos ayudantes: Francisco y Daniel.
Y ya que estamos en el baile: aprendo. Porque me enseña a hacer una nariz grandota, explica cómo hacerse enano con un carrito, piensa que la gente cuando ve cosas raras en los rostros se asusta. Termino sabiendo cómo funciona un foco bajo consumo y cómo convertirlo en intermitente. Me cuenta que eso él lo aprendió en el bulín de un amigo, lo dice bajito y fuerte recalca: “yo creo que de todo podés aprender, nunca sabés cuando lo vas aplicar en la vida”.
Atilio lo que aprende, lo aplica, lo enseña, lo eyecta, lo milonguea de lunes a jueves de 20 a 22 o hasta que llegue su mujer que es puntual como un reloj.
Atilio, pintor, maestro y volador
Las medidas están empíricamente comprobadas: el taller de Atilio es grande como un avión.
Hace unos años, él quería volar y para hacerlo buscó información para construir un avión. Lo estaba haciendo cuando a la casa de unos vecinos, los Mairatta, llegó un experto de Buenos Aires que lo bajó a la tierra. Si seguía construyendo como lo hacía se iba a matar, porque los materiales eran precarios para semejante invención. Entonces, decidió bajarse del avión y vivir para contarla.
Pero Atilio quería volar, así que comenzó a tirarse de parapente con una mochila en la espalda y en donde reglamentariamente tiene que estar el paracaídas, él lo piloteaba abultando un buzo. “Por si me moría y me hacía frío”, dice sonriendo.
Pero Atilio quería volar y se enamoró de su segunda mujer, Teresa Mónica Romero. Ahí le cortaron las alas. Pero él quería, así que decidió “volar más alto con los pies en la tierra” y Atilio ahora tiene un telescopio.
Habla de física con total naturalidad. Me explica la diferencia que hay entre el cristal y el espejo en los telescopios. Esto radica en los años que lleva pulir un cristal y la precisión que éstos tienen. El de él tiene espejo pulido. Hace la distancia entre el sol y mercurio a escala, habla de lo infinitos que somos, la cantidad de cosas vistas en la noche y se da cuenta de algo: “no somos ni una hormiga para el universo y ni eso”. Ahí parece estar la turbina para la valentía de vivir sin paracaídas.
“Cuando yo tengo un problema o algo así grave, salgo y miro el cielo, no somos nada en ésta inmensidad, ¿mirá sí te vas hacer problema por algo?”. Y ya está. Con esa respuesta los problemas deben pasar un poco, al fin de cuentas: ¿qué piensa el planeta Marte de nosotros?
Sin problemas, es ahí cuando Atilio logra volar.
Atilio, pintor, volador, maestro y familia
La infancia y juventud la pasó entre la calle San Martín, donde ahora está el taller, y la Avenida Alem, en Tafí Viejo. Allí compartían la casa con su difunto padre, Miguel Antonio Roberto, su mamá Ema Benita Trujillo y tres hermanos, María Julia, Miguel Antonio junior y Claudio Omar (quien falleció el año pasado). Al padre lo tiene inmortalizado en un cuadro dentro de la mini oficina del taller. Es la única pintura que hay en esa habitación de dos metros por dos en donde entra una computadora, ese cuadro y poco oxigeno. El padre se está riendo y es la réplica de una foto, la única que tiene de él riéndose porque era depresivo crónico y lo vio llorar infinidad de veces, pero reírse sólo en fotos.
La primaria la hizo en la escuela pública Fray Cayetano Rodríguez y como la familia no tenía dinero, a la secundaria fue adonde ya tenía los libros que había heredado de su hermano mayor: al comercial. Después, con mucho esfuerzo, lo mandaron a la Escuela de Bellas Artes un año y medio, pero no terminó. A la facultad nunca fue, tenía que trabajar y comenzó como letrista.
A los 19 años se casó – o lo cazaron – con Adriana Campbell, pero probó con una segunda vez. De la primera esposa no habla nada, entonces habla el silencio. La segunda esposa es Mónica, “Cachete” para las chicas de hockey, ella es cuatro años más grande que él y hace 14 años que se pertenecen el uno al otro, con ella tuvo tres hijos: Lucia, Abel y Francisco.
– Me acuerdo de la edad de la mayor porque ahora cumple los 15. Se quiere ir a ver los One Direction pero yo ya le he dicho que no va viajar a Buenos Aires. Aparte Buenos Aires, noooo.
– Pero vos sos un tipo aventurero ¿nunca viajaste?
– Aventurero sí, pero de raíces muy profundas.
Atilio siempre vivió en Tafí Viejo: en la calle San Martín, en la Avenida Alem, en la Villa Obrera, en la calle Jujuy. Ahora vive en la calle Congreso, es una de las primeras casas quinta de la zona; esas que cuenta la historia taficeña que eran de veraneo para la alta sociedad tucumana. Tiene los techos altos, una galería amplia donde cuelgan lámparas hechas con platos de cocina, un gran jardín con pileta, un fondo con huerta, asador en construcción, casita de árbol, horno ecológico y gallinero propio. La puerta principal lleva a un living con sillones marrones. Hay un santo sin origen certero colgando en una pared, fotos del casamiento en un mostrador modelo siglo XIX, ahí se ve que ellos (Mónica y Atilio) se casaron en una iglesia católica ortodoxa. Hay más fotos de los padres de Mónica, hay sillas forradas en terciopelo rojo, una mesa grande de madera y corona todo un gran cuadro del abuelo de ella, en colores grises. La casa tiene un sótano fresco que se transforma en habitación de huéspedes, en estos días hay habitaciones que se están refaccionando, el dormitorio de Atilio lo pintaron rojo labial y, a pesar de las refacciones, la casa delata la edad con cicatrices en las paredes.
– Yo voy haciendo las cosas de a poquito como se puede, porque si fuese por Atilio viviríamos así ooouummmm ¿entendés? en una carpa no se, -me dice Mónica y justo le suena el celular con el tema Amor Prohibido de Gilda como ringtone.
La casa esa es el hogar, los pies en la tierra. Ahí generalmente no está Atilio porque él parece que vive en el taller, a veces no va ni para comer. En la casa manda Cachete, una mujer cálida con carácter, que luce un brillante pelo castaño oscuro, ojos grandes y tiene el cuerpo torneado por el jockey.
Atilio, pintor, volador, maestro, familia y empleado municipal
Cuenta el folklore norteño que el duende es un niño malo con una mano de hierro que pega. En todo el norte sale a la siesta, menos en Tafí Viejo, donde atiende las 24 horas en la Plaza Mitre. Porque allí hay una fuente, “La fuente del duende” la rebautizó su autor: Atilio. En el primer bautismo había recibido el nombre de “la fuente de los inmigrantes”, hoy de ese nombre sólo queda una placa.
– En la municipalidad me habían pedido que haga una fuente y yo les hice una, pero no les gustó. Así que nada, y después me pidieron a ultimo momento la ornamentación para navidad. Entonces aproveché, y les dije: bueno si quieren que ornamente Tafí Viejo, yo también hago la fuente. Así arrancamos.
En enero, el mes donde el sol da latigazos en el lomo en ésta parte del hemisferio, Atilio, junto a Francisco Belmonte y Daniel Giordano (aclara que no es como el peluquero), pegaron 34 mil venecitas que son la base de la fuente y dibujaron el tren, limones, cantores, un cristo y el nombre de “Tafí Viejo, es mí ciudad” con las montañas de fondo.
La estructura arriba de las venecitas está soldada. Todo pensado para no ser robado, otra característica en ésta parte del hemisferio para tener en cuenta.
El color del agua de la fuente cambia en base a un producto que la municipalidad de Tafí Viejo le pone a modo de prevención del dengue. Además, tiene una caja musical que inicialmente tenía la pretensión de tocar zambita de Tafí Viejo, un pájaro en la cúspide, un borrachito, la flor, el reloj de la fortuna, el levantador de pesas, la mariposa, el sapo para que le tiren moneditas y efectivamente tiran monedas, 300 pesos contaron una vez. Eso también está pensado porque en esta parte del hemisferio las fuentes no se limpian si no es por plata.
– Yo hice el sapo para que le tiren monedas a la fuente y no sé por qué, pero la gente le tira monedas a las fuentes. Así los que la limpian recaudan unos pesos. Pero una noche me voy a verla así como estaba en mi casa y me siento en un banco para que nadie me vea. ¿Sabes qué veo?
– No
– Unos chicos de la calle van y se meten a juntar todas las monedas de la fuente y bueno es triste, pero así es acá, se encuentra la picardía.
El artista vuelve a ver su obra en esta parte del hemisferio, busca contemplarla, pero viene el duende y le pega tres cosas a hierro: limones, tren y exclusión social: esa es tu fuente.
Pero resignación no es una palabra que aparece en el diccionario Atiliesco y, al frente de la Fuente del Duende en la Plaza Mitre, una vez al año, hace dos años se lleva a cabo la muestra 1000 corazones solidarios. Ahí se venden los cuadros de sus alumnos y lo que se recauda es para los chicos con cáncer.
– Yo quería hacer un récord de pintar varias horas seguidas y acá viene María Claverie que trabaja en la municipalidad, justo yo escucho la historia de una chiquita y bueno ya que estamos lo hacemos a beneficio de los niños con cáncer. Ahí empezamos un relevamiento.
– ¿Ibas a las casas?
– Seee, nos metimos en Los Pocitos, no sabés, vimos un bebe grandoto así con barba ¿sabés dónde dormía?, bueno tenía dos cajones y en el medio la mitad de un colchón, sin forro, y justo arriba una chapa, no sabés ese calor y los gallos ahí andando. Bueno eso lo ves yendo.
Ahí el duende, ese niño grande, vuelve a pegar, pero ésta vez están con Atilio los bomberos voluntarios de Tafí Viejo que recaudan y distribuyen el dinero y Mercedes Gambarte para colaborarle. Entonces 1.000 corazones solidarios hace mucho en una Plaza Mitre que es testigo de tantas realidades taficeñas. Porque en ésta parte del hemisferio ardemos en verano, nos apropiamos de lo ajeno y explotamos cuando nos encontramos en los otros: los solidarios.
“Nos vemos en la plaza, encontrame”, dice el duende. Nosotros sabemos que no es perfecto, pero lo buscamos aunque nos pegue y duela.
Atilio, religioso, volador, maestro, familia, empleado municipal y…
– Vos ¿qué sos? ¿Pintor? ¿Profesor? ¿Padre de familia?
– Yo siempre digo que soy Todólogo
– ¿Y eso?
– Sí, Todólogo porque en la vida me tocó hacer de todo un poco y si no se hacer algo digo que sí y después aprendo.
Un día cualquiera corre una brisa de primavera y el olor del azahar abraza las veredas de Tafí Viejo, como lo hace en las noches de invierno la niebla. Un día así, Atilio no tiene cigarros. Esta intranquilo porque fuma tres en dos horas y más de veinte algunos días. Entonces pregunta, pide, le dan. A la única que no le pidió es a Isabel Villegas de Enrico, la alumna que fuma Lucky Strike mentolados, esos que pueden hacer tac en la punta del filtro, esos no quiere Atilio. Tampoco lo veo fumando los cigarrillos de las princesas venidas en desgracia o de las putas gastadas por trabajo: los Virginia Slim, esos finitos, no son su estilo arrabalero. No, Atilio fuma Marlboro, el cigarro del vaquero, es un taficeño que se monta en su camioneta blanca y hecha raíces. Es un sobreviviente en esta tierra que está empecinada en hacernos pensar que somos menos que una hormiga, y somos más, se puede ser más cuando se está en la búsqueda permanente haciendo de todo un poco. Atilio José Roberto es el todólogo que se cortó el dedo meñique con un hacha y lo encontró para perderlo.