Bitácora Zeta

63 años de historias

Escritores como Gabriel García Márquez, Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa o Alejandro Dolina deberían agradecer que mi viejo se dedicó a vender autos y no a escribir libros porque les hubiese quitado demasiado lectores. Es que mi viejo, El Payo como lo llaman por acá, es uno de los más grandes narradores que conozco. Algunos libros he leído y también algunos relatos escuché por ahí, pero a pocas personas he visto fascinar con sus historias como lo hace él. Basta que empiece a contar algo y ya tiene un auditorio atento que le presta oídos, sin importar que, a veces, el cuento se repita y, por lo tanto, ya todos se sepan el final. La escena se reproduce alrededor de un escritorio, en la mesa de un bar o en improvisadas tertulias de amigos: el Payo cuenta y quien quiera oír, que oiga. Es así de simple: mi viejo vende autos, pero regala historias.

Muchas veces, me he imaginado a mi viejo como una especie de Edward Bloom, el personaje de la película El gran pez, de Tim Burton. Como sucede con el protagonista del film, es imposible discernir en sus historias el relato de los hechos de la imaginación narrativa. La realidad, la ficción, el recuerdo y el mito; todo forma en su relato un entramado demasiado complejo, demasiado rico en imágenes y voces. Sin embargo, nunca me he permitido dudar ni siquiera un poco de la veracidad de ninguna de sus historias. A su manera, todas son verdaderas, porque, como dijo el gran Gabo: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y si el Payo tiene tantas historias para contar es porque ha vivido demasiado; muchas vidas más que los modestos 63 años que delata el reloj biológico.

Para mí, que despunto el vicio de andar contando aquello que le ocurre a los demás, el mejor legado de mi viejo está en ese caudal casi inagotable de historias. Las hay de todo tipo, pero la que me permito robarle en esta ocasión me parece singularmente maravillosa, o mejor, maravillosamente real. Porque es una de esas tantas ocasiones en que se confirma la vieja regla que establece que la realidad supera a la ficción. Y así como para García Márquez antes tuvo que existir un pueblo de Aracataca para que hubiera luego un Macondo; El Payo encontró en el pueblo santafecino de Ceres, el lugar donde nació, su propio Macondo. Ahí es donde transcurre esta historia tan increíble como real:

Hace ya muchos años, una tarde que quizás todavía recuerden algunos cerecinos memoriosos, se produjo un accidente automovilístico en la entonces nueva ruta nacional 34. En la entrada del pueblo, un Ford A se interpuso en el camino de un gran camión. El derrotero azaroso del auto destrozado había dejado tendidos al costado de la ruta los cuerpos de los tripulantes; en una escena de esas que los periódicos no dudan en calificar como dantescas (sin importar, claro, que la invención del automóvil fuera varios siglos posterior a la obra del poeta florentino). La noticia del terrible suceso se propagó con rapidez alterando la natural parsimonia de la población. Como consecuencia, en pocos minutos, el lugar se pobló de curiosos; quienes no tardaron en apartarse una vez que se hicieron presentes el comisario del pueblo y el médico forense de la policía. El Comisario Baudilio Díaz, un morocho de trato tosco y completamente lego en cuestiones científicas, seguía de cerca los pasos del Doctor Eudes Odones. La eminencia de la medicina local se agachaba junto a los cuerpos para tomarles el pulso y, luego de constatar la ausencia de todo signo vital, con gesto marcial, le confirmaba al comisario la muerte del infortunado viajante. La operación se repitió con cada uno de los accidentados con igual resultado. Una vez que hubo verificado el deceso del último de los tripulantes, cuando ya daba por finalizada su triste tarea, se escuchó con total claridad un agónico estertor:

– Ayudemé doctor, estoy vivo.

Entonces, antes de que el galeno atinara algún tipo de respuesta para aquel pedido de auxilio, el comisario se acercó raudamente al moribundo y, con tono admonitorio, le dijo:

– Callate. Si el doctor te dice que estás muerto, estás muerto ¿Desde cuándo vos sabés más que el médico?

La anécdota es tan trágicamente jocosa como reveladora de una concepción del mundo que asocia la autoridad a los títulos y cargos que ostentan las personas. Por mi parte, desconfío de las glorificaciones académicas. Creo que no hay mayor sabiduría que la que dan los años que llevamos encima y la forma en que los aprovechamos. Es así de simple: quién más vive, más tiene para contar. Como El Payo, mi viejo, y sus 63 años de historias tan bien contadas.

Sugerencias

Newsletter