4.415 días sin moverse de la cama

Crónicas de Acá

4.415 días sin moverse de la cama

Se accidentó en una pileta y quedó cuadripléjico. Hace 12 años que está acostado en una cama, en el barrio de la Ciudadela, pero no se da por vencido y todavía sueña con volver a caminar. Cómo llegó a ser moderador de Taringa, la comunidad virtual más grande de Argentina. Adrián Gustavo Pasteri tiene 32 años y mucho que contar.

Alguien golpea las manos en la puerta sin timbre de la casa de la familia Pasteri, en el barrio de la Ciudadela, San Miguel de Tucumán. Es domingo y son las 7.30 de la tarde. Adentro toman mate Domingo Pasteri y su esposa Teresa Di Sántolo, junto a uno de sus tres hijos, Juan Carlos, que vino de visita como todos los domingos. En la vereda vuelven a golpear las manos, esta vez más insistentemente, y esa pequeña interrupción de la tranquilidad habitual del pasaje Ambrosio Nougués 1747, por alguna razón, suena como un puñal en los oídos de Teresa.

“Ahí vienen a avisar que Adrián se ha accidentado”, le dice Teresa a su marido y suelta el mate abruptamente sobre la mesa. Domingo salta de la silla y corre hacia la puerta. Por detrás va su esposa. Al llegar, ven a dos chicos de unos 20 años, temblorosos y con el rostro pálido.

-Somos de ALCO,-dijeron.

-¿Qué vienen a buscar acá? ¿Adrián no debería estar con ustedes en una hamburgueseada? ¿Qué pasó con Adrián? – preguntó Teresa, casi increpándolos.

Los chicos no sabían cómo contar lo que habían vivido minutos antes en esa misma reunión donde estaba Adrián. Nadie sabe cómo dar malas noticias.

– No señora, lo que pasó es que Adrián se tiró a la pileta y se golpeó el hombro.

Teresa los volvió a increpar, ya sin dudar de que algo malo había sucedido.

– Mirá, a mí no me vengas a mentir, si es cierto que Adrián se golpeó en una pileta como decís vos, seguro tiene rota la cabeza, no me vengás con ningún cuento.

Y se largó a llorar.

*****

El día no estaba para pileta el domingo 5 de noviembre de 2000. Pero en la casa ubicada en San Martín al 3500 todos disfrutaban de ella. Había ocho amigos: cuatro mujeres y cuatro varones. El fondo de la casa era grande, con quincho, asador y una pileta de cemento en el medio, rodeada de césped, de unos cinco metros por dos, aproximadamente. Todo conectaba con el garage a través de un pasillo largo.

Después de comer las primeras hamburguesas algunos comenzaron a tirarse a la pileta. Adrián, hiperactivo, era el que más se tiraba. Había practicado natación en Central Córdoba durante tres años: sabía nadar cuatro estilos, saltar en trampolín, era un buen nadador.

Saltó la primera vez. Todo bien. Saltó la segunda. Todo más que bien. Dentro de la pileta estaban sus cuatro amigas y uno solo de sus amigos, Walter, conversando y jugando. Afuera, en el borde, los otros dos, Edgardo y Daniel, estaban de pie. En el tercer salto ocurrió algo rarísimo: a Adrián se le va el cuerpo y queda vertical en el aire, cabeza abajo. En milésimas de segundos, al darse cuenta de su posición y mientras caía al agua, Adrián decidió llevar la barbilla al pecho y estirar las manos para minimizar el golpe porque sabía lo que se venía.

No hubo mucho que hacer. Su cabeza impactó de lleno en el cemento del fondo de la pileta. Y en ese momento, todo se apagó.

*****

Adrián Gustavo Pasteri nació el 14 de agosto de 1980. Hizo la primaria en la escuela Belgrano 259 y estaba a punto de terminar el secundario en la escuela Técnica 2 cuando su vida cambió para siempre.

Antes del accidente, Adrián era un chico con una vida normal. Sus padres lo describen como obediente y estudioso. Fue abanderado en la primaria y de 2.500 postulantes para ingresar a la escuela técnica, él entró en el puesto 14.

Se levantaba todos los días a las 6.30, iba a la escuela por la mañana y por la tarde, y por las noches hacía cursos de educación para adultos en reparación de televisores, electrónica y radio. En los tiempos libres trabajaba por cuenta propia haciendo electricidad del hogar.

En el último año del secundario, le ofrecieron buenos trabajos que rechazó por falta de tiempo. Adrián quería terminar el secundario sin atrasos y prepararse para ingresar al año siguiente en la escuela de oficiales de Gendarmería Nacional.

En enero de ese año 2000, había comenzado a ir al gimnasio y a cuidar mejor su alimentación. Sabía que con los 106 kilos que pesaba le sería difícil ingresar a Gendarmería. A través de un amigo, conoció la Fundación ALCO –Anónimos Luchadores Contra la Obesidad-, la reconocida institución fundada por el doctor Alberto Cormillot. Se acercó a la filial de Tucumán, en Crisóstomo Alvarez al 300, sin más pretensiones que retirar una dieta. Pero pronto comenzó a ir a las reuniones de grupo los miércoles a la noche, conoció gente con la que socializó rápido y se hizo un nuevo grupo de amigos. Después de cada reunión, el grupo iba al Bar Astoria, ubicado en la primera cuadra de la calle Congreso. Sin teléfonos celulares ni redes sociales donde organizarse, entre charlas y risas, cada miércoles organizaban desde las mesas del bar las salidas de los fines de semana. Eso hicieron la semana previa al accidente: arreglar una hamburgueseada en la casa con pileta de Sonia, una compañera de ALCO.

Ése domingo 5 de noviembre de 2000, Adrián salió caminando de su casa por última vez. Tenía 19 kilos menos de los que pesaba en enero. Fue a la calle San Martín al 3500, tocó el timbre, entró y saludó a sus amigos. Eran las 11 de la mañana.

Horas más tarde, lo sacarían de allí acostado en una camilla.

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Estoy sentado al lado de la cama donde Adrián Pasteri pasó los últimos 12 años sin poder moverse, acostado y mirando el techo, en la misma casa humilde de donde salió por última vez en el barrio de La Ciudadela, en la periferia de la ciudad.

La habitación tiene cuatro por cuatro metros, paredes celestes y dos camas: en una está Adrián y en la otra su papá, Domingo, que duerme a su lado desde el día del accidente. Entre ambas camas hay un mueble con remedios. Detrás, una ventana que da a la galería del frente por donde no entra mucha luz. Del otro lado, un mueble con armarios donde está el televisor, más remedios y elementos de higiene personal, entre estampitas de santos y vírgenes: la del Perpetuo Socorro, la del Valle, la de San Nicolás, la de Lionel Messi, ídolo de Adrián. Y entre sus pies inmóviles, en la punta de la cama, una estampita de San Expedito.

En esa misma cama Adrián permanece quieto desde hace doce años. Tiene dos almohadas y una toalla sobre las que apoya su cabeza. Su cuerpo está tapado con una sábana hasta un poco más de la cintura. Sólo se ven parte de su torso y sus hombros blancos y caídos que sobresalen de una musculosa gris. Por los relieves que deja su cuerpo debajo de la sábana, alcanzo a ver que es grande. Sus brazos y sus piernas son largas, y su cuerpo debe medir 1.85 metros. Su cara es redonda y de piel blanca, muy blanca, como la de quien no ha visto el sol durante años, como él. Tiene el pelo corto, castaño oscuro. Y sus ojos son claros y transparentes como los de su mamá Teresa. Su mirada vidriosa tiene una profundidad de la que nadie puede escapar. Sobre todo si corre levemente la cabeza a un costado, y te mira.

A lo largo de nuestros encuentros me iré dando cuenta de que lo más sano que tiene Adrián en su cuerpo es su mente y su espíritu. Ambos están intactos y lo mantuvieron vivo hasta hoy, entre otras cosas. Sigue siendo ese joven brillante e inteligente que ya era en su adolescencia, pero tristemente esclavo de un cuerpo que no se puede mover. Sigue teniendo ese espíritu íntegro de antes, aunque ahora curtido por todas las dificultades por las que atravesó y atraviesa.

En los seis encuentros de tres horas que mantuve con él, fui conociendo los hechos y los datos más relevantes de su vida, eso que no puede faltar en una crónica; pero también lo impalpable, lo que no se toca y se siente, ese universo plagado de sensaciones inexplicables y contradictorias que sobreviene cuando nos involucramos en una historia como ésta, donde el destino parece tener todas las respuestas y, mezquino, no nos quiere dar ninguna.

Lo primero que le pregunto es si está preparado para volver atrás y recordar lo que pasó. Su fortaleza interior me dice que sí, que ya no le duele el recuerdo. Que esa etapa ya pasó. Que le pregunte lo que quiera.

-Es inexplicable,- me dice. Todo venía bien ese día. Le pegué directo al cemento. Un impacto de lleno de mi cabeza contra el cemento. Recuerdo que sentí una explosión en el cuello. Como si explotara una bomba de estruendo. Me quedaron zumbando los oídos y automáticamente dejé de sentir mi cuerpo. De la barbilla hacia abajo, nada.

-¿Ni sensibilidad, ni dolor?

– Nada de nada.

– ¿La pileta tenía suficiente agua?

– Estaba llena, pero no era profunda. Un metro veinte, más o menos.

– ¿Habías tomado alcohol?

– Nada. Todos los estudios posteriores dieron negativo. Ni drogas ni alcohol.

-¿Y qué pasó después?

– Quedé flotando boca abajo. Todos pensaban que era una de mis bromas. Tuve asfixia por ahogamiento y perdí el conocimiento. Pero no por el impacto, sino por el ahogo. Tragué mucha agua y me desmayé no se por cuánto tiempo. Cuando me desperté ya estaba en el borde de la pileta, pero no sentía nada. Toda la energía de mis 87 kilos más la velocidad de mi caída, todo fue a parar al cuello.

Él no lo recuerda, pero Edgardo y Daniel, que estaban al borde de la pileta, cuando vieron que él flotaba boca abajo, arrojaron sus billeteras en el pasto y se tiraron con ropa a la pileta. Llevaban jeans, remeras y zapatillas. No les importó. Walter, que ya estaba adentro, fue el que lo dio vuelta en el agua. Vio por el color morado de su rostro que algo no andaba bien. Al ver esa escena, las chicas comenzaron a gritar y entre los tres varones levantaron su cuerpo pesado e inerte y lo acostaron en el borde de la pileta. Walter, profesor de educación física, le hizo reanimación durante cinco o seis minutos. La dueña de casa, Sonia, llamó a la ambulancia. Al poco tiempo, Adrián despertó.

“No siento las piernas, no siento los brazos”, decía Adrián, según lo que me cuenta Edgardo Espinosa, árbitro de fútbol y amigo de Adrián de ALCO, en la mesa de un bar frente a la Plaza Urquiza.

El clima en la casa pasó de ser festivo a desesperante.

“Lo alzamos de nuevo y lo llevamos cerca de la puerta, para recibir la ambulancia. Siempre me quedó la duda si en ese traslado no le hicimos un daño mayor. Los otros dos se fueron a avisarle a los padres”, me cuenta Edgardo, que estuvo con la ropa mojada hasta las diez de la noche de ese domingo por los pasillos de los hospitales hasta que decidió volver a su casa a cambiarse. Dice que esa noche no vio Fútbol de Primera ni pudo pegar un ojo.

A Adrián lo llevaron primero al Hospital Padilla donde le sacaron el agua de los pulmones y del estómago, y después lo trasladaron al Sanatorio Sarmiento donde, en la madrugada del lunes 6 de noviembre, le hicieron todo tipo de estudios para llegar a un diagnóstico.

En la mañana siguiente, el médico fue hasta su habitación y lo despertó con los resultados bajo el brazo. “Dígame lo que tengo”, le dijo Adrián. El doctor quiso esquivar la pregunta, miró al padre que ya estaba a su lado, y éste le dijo: “dígale, doctor, dígale”.

Entonces el médico le dijo.

-Bueno mirá, te la voy a hacer simple, no voy a andar con vueltas. Hacé de cuenta que te han puesto en una mesa boca abajo y te dieron un mazazo en la nuca. Tenés destrozada la columna cervical”.

Adrián se quedó mudo. Su calvario recién comenzaba. Era cuadripléjico.

Luxofractura en la columna cervical, a nivel de C3, C4, C5 y C6. Así se llama clínicamente lo que sufrió Adrián Pasteri el día del accidente en la pileta.

La zona cervical es la que abarca el cuello. A cada una de sus vértebras se le asigna un número para identificarlas. De las siete vértebras que tiene la cervical, Adrián se fracturó cuatro: la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta, empezando desde arriba. En ese nivel están todos los nervios del sistema cardiovascular y respiratorio. Aunque cueste creerlo, el accidente de Adrián Pasteri tuvo un milagro inesperado: el impacto fue tan perfecto que no comprometió esos nervios. Un milímetro más para uno de los lados hubiera sido fatal. Ni siquiera su cabeza quedó golpeada. No tuvo hematomas ni corrió una gota de sangre por su frente. Todo, absolutamente todo el impacto fue a parar a los huesos ahora rotos de su cuello.
-Mi médula no estaba dañada. No tenía daño por punción, ni por raspadura, ni por laceración ni por corte. Sí un daño grande por compresión. Estaba muy inflamada, pero no se cortó, y eso era bueno,-dice hoy Adrián desde su cama.

Lo primero y más urgente que había que hacer entonces era descomprimir la médula.

-Me ataron una cuerda en la mandíbula con una sábana, era un equipo de tracción muy rudimentario. Yo estaba en una tabla de madera, no me podían poner en un aparato, así que ahí mismo el médico y una enfermera comenzaron a tirar para que mi cabeza se despegara de mi cuerpo. Nunca sentí dolor. Sólo cuando apoyaba muy fuerte la cabeza en la tabla. Y eso fue, en parte, lo que me salvó la vida.

Pero no sería suficiente. Ese mismo lunes, a Adrián lo trasladaron al sanatorio Modelo para seguir descomprimiendo la médula, ésta vez mediante una cirugía de descompresión medular que duró cuatro horas.

Si el calvario había comenzado con el crudo diagnóstico del médico esa mañana en la habitación, ahora vendrían los momentos más duros y dolorosos de su vida: estando en terapia intensiva recuperándose del post operatorio, una enfermera le lavó la cabeza con agua y jabón dejando que ésta escurriera por debajo del parche que tenía en la nuca. Esto le provocó una infección feroz en la herida y en todo su cuerpo ya dilapidado. Adrián estuvo más cerca de la muerte por la negligencia de una enfermera que por su accidente en la columna cervical.

Tuvo que soportar picos de 45 grados de fiebre sin pérdida de conocimiento. Su cuerpo no soportaba ningún líquido, no podía comer nada sólido. Comenzó a perder peso. Encima, todos los dolores que no tuvo durante su accidente comenzaron a llegar juntos de una sola vez producto de la operación. Quince ampollas de calmantes por día, diez más de Dipirona y los antibióticos más fuertes de Argentina y el mundo iban a parar a su cuerpo.

-Me pusieron antibióticos que en ésa época eran experimentales. Yo mismo autoricé a los médicos a que me los dieran. Tenían nombres rarísimos. Me daban dos por día, y en total tomé 28 frasquitos.

El tratamiento era tan agresivo que lo estaba consumiendo. Adrián llegó a pesar 40 kilos, la fiebre no le bajaba y seguía sin poder comer. Entonces tomó una decisión terminante: le pidió a los médicos que le quitaran la medicación. “Denme todos los papeles, píntenme los dedos y firmo lo que sea, yo decido sobre mi vida, esto no lo aguanto más”, dijo Adrián a los médicos.

-Era morir o vivir con lo que tenía. Nadie me daba una noche más de vida. Cada mañana que yo me despertaba me decían ‘seguís vivo’. Pero no me quedaba otra. Me estaban haciendo pelota.

– ¿Y qué pensabas en ese momento?

– Sobrevivir un día. Nada más.

Nadie se explica cómo lo hizo pero Adrián no sólo logró sobrevivir un día. Le bajaron las dosis de la medicación y pasó cuatro meses internado soportando dolores y padecimientos. Tanta concentración de antibióticos y calmantes le había minado el estómago que rechazaba todo lo sólido. Tomaba seis litros de leche por día, cuatro de jugo de soja, seis de jugo de frutas, montones de botellas de agua. La fiebre comenzó a bajar, fue recuperando peso de a poco hasta que en marzo de 2001 decidió volver a su casa.

Para él, no había mucho más que hacer. La medicina había llegado a su límite. Sólo quería volver a su habitación.

*****

En su casa Adrián volvió a comer. Comenzó a subir de peso hasta estar clínicamente estable. Recién ahí comenzó a ocuparse de su columna nuevamente. Pese a la operación de descompresión medular que le habían practicado, Adrián sentía que algo no andaba bien. Persistían los dolores en el cuello, la incomodidad constante, no podía sentarse en 90 grados.

Encargó nuevas tomografías con un nuevo equipo médico. Al verlas, se llevó una sorpresa.

-Me desestabilizaron el cuello en la operación. Mi columna estaba bien ubicada. Hecha pelota pero bien ubicada. Ahora la tengo desviada un centímetro.

– ¿Estás diciendo que la operación fue mal hecha?

– Mi opinión es ésa porque no me pueden dejar el cuello desestabilizado y desalineado. No hace falta ser médico para darse cuenta. Ves los estudios y está ahí. Es como que te enyesen el brazo y te quede levantada la piel por un hueso mal puesto. Bueno, conmigo lo mismo. Sé que está mal porque mi cabeza no está en el lugar correcto. Sólo yo sé lo que siento cuando trago, cuando me siento. Uno sabe cuando el cuerpo no está bien. Es por lógica y deducción, nada más.

– ¿No intentaste hablar con el médico que te operó?

– Nunca más lo vi.

Adrián no quiere dar a conocer el nombre de ese médico. Aunque está seguro de lo que dice, sabe que no tiene cómo probarlo. Y prefiere dejarlo así.

Imagino que la enfermera que le lavó mal la cabeza y el médico que lo operó están primeros en la lista de personas que Adrián irá a visitar, si algún día vuelve a caminar.

Desde 2000 hasta hoy, Adrián está acostado en una cama ortopédica levemente reclinada. Los primeros años podía sentarse en una silla de ruedas en noventa grados y recorrer, por lo menos, su casa. Pero después por indicación médica dejó de usarla. Su cuello no soporta más de quince minutos el peso de su cabeza y después comienza a ser molesto y doloroso. Apenas puede mover la cabeza y los brazos. El resto no. Tiene lo que se llama sensibilidad mayor: siente el frío, el calor y la presión, pero no perfectamente. Él describe esa sensación como cuando se nos acalambra un brazo. “Te tocás y lo sentís raro o casi nada. Bueno así”.

Adrián sufre dolores crónicos las veinticuatro horas del día. Los únicos remedios que toma son un calmante y un ansiolítico para calmar el dolor y bajar los niveles de ansiedad y stress que le provoca su situación.

Desde que se accidentó, tiene tratamiento psicológico a domicilio –una vez por semana- y un fisioterapeuta -tres veces por semana-. Su médico de cabecera y su traumatólogo lo ven menos, cuando hace falta recetar algún remedio o hacer algún estudio. Durante los primeros años después del accidente, Adrián tuvo stress postraumático que le impedía dormir bien. Tenía pesadillas y se despertaba en medio de la noche asustado.

Cuando estaba internado las primeras semanas después de su accidente iban a verlo cientos de personas. Ahora, las visitas se cuentan con los dedos de una mano. Amigos, vecinos, incluso familiares, dejaron de verlo. Y le dolió. Según me cuenta, algunos lo hicieron porque no soportaban verlo así; otros por falta de tiempo; otros por desinterés.

Pero si hubo quienes no se movieron de su lado en estos doce años fueron sus padres, Teresa y Domingo, ambos con 74 años y con problemas de salud, sus hermanos Enrique –tiene una discapacidad mental- y Juan Carlos; su cuñada Liliana y su sobrina, Verónica, de 24 años.

Un entorno familiar machacado por los golpes y las enfermedades pero inquebrantable y firme ante las adversidades.

Fuera de su familia, una de las personas que más influencia tuvo en la vida de Adrián Pasteri fue el sacerdote Luis Rufino, a quien conoció durante sus peores días en el Sanatorio Modelo.

A lo largo de toda su convalecencia, el padre Luis –como lo conocían todos- lo visitaba todos los días (falleció en marzo de 2012), le llevaba la comunión, lo escuchaba, lo aconsejaba, le llevaba comida y lo que juntara entre sus amigos.

Adrián se emociona al recordarlo.

– No tenía plata para comprarme un colchón anti escaras y él sacó de su bolsillo y me lo compró. Me sentía mal y deprimido y él conversaba conmigo. No tenía silla de ruedas y él hizo una colecta y me la compró. El PAMI –la obra social de Adrián- me la dio 5 años después. Él jugó un papel fundamental en mi vida y en la de mi familia. Era una excelente persona y amigo, además de un gran sacerdote.

– Te habrás enojado mucho con Dios en ese tiempo.

– Ufff… ya perdí la cuenta. Los primeros años no quería saber nada con Dios, ni con la Virgen, ni con la religión. Por eso me aguantó tanto el cura Luis. Él me decía: “puteá todo lo que quieras a Dios, él te va a entender y si no te entiende, te va a perdonar. Pero nunca tengas miedo de nada”. Luis me entendió desde el primer momento. Nunca me obligó a nada. No venía con la sotana y la Biblia bajo el brazo diciéndome ‘esto te lo manda diosito`. Él era un amigo.

– ¿Sos un hombre de fe?

– A mí la fe me ayuda. Pero en algunos momentos no me sirve para nada. Cuando no le encontrás sentido a tu vida es como que te estorba y puteás a medio mundo. A mí me pasa eso. Cuando se te sale la cadena, se te sale. Y ahí la dejo a un costadito y le digo ‘aguantame ahí’. Pero no la dejo tirada sino que le digo ´aguantame ahí que ya voy a volver´.

Luis Rufino pasó los últimos años de su vida en una silla de ruedas con una pierna amputada por la diabetes. Aún inválido, se las arreglaba para visitar a Adrián y llevarle comida que sacaba de su propia alacena.

Pero el papel más decisivo que jugó Rufino en la vida de Adrián quizás haya sido el haberlo contactado con personas influyentes en el ámbito del Estado. Una de ellas –que no quiere dar su nombre para esta crónica- expuso el caso de Adrián en la Legislatura de Tucumán, en el año 2008. Fue en una sesión de la cámara tucumana donde justo estaba presente la por entonces y actual Ministra de Desarrollo Social de la Provincia, Beatriz Mirkin.

La exposición del caso de Adrián se hizo pública y figura en la versión taquigráfica del diario de sesiones de la Legislatura de Tucumán correspondiente al 25 de setiembre de 2008. Aprovechando la visita de la ministra y de la presencia masiva de los medios de comunicación, la historia de Adrián fue el centro de la escena. Si el Estado había estado ausente a lo largo de toda su enfermedad, ahora se empezaría a movilizar.

Hasta ese momento, Adrián y su familia habían presentado papeles y más papeles en secretarías y ministerios para acceder a mejoras en su calidad de vida. Nunca obtuvieron respuesta. Ni por sí, ni por no. A cada papel presentado, la respuesta era nula.

Después de que su caso se hiciera público, los expedientes tantas veces abandonados se empezaron a mover. En ese momento, Adrián estaba en una habitación distinta de la que tiene ahora. La de antes era caliente y húmeda, algo que clínicamente lo afectaba. No tenía instalación de gas en su casa, ni agua caliente. Le faltaba instrumental para medición, oxímetro de pulso, nebulizador, tensiómetro digital, colchón anti escaras, una computadora con acceso a internet, acondicionador de aire, entre otras cosas. Nada de eso tenía Adrián y le correspondía por derecho, no por capricho. Y el Estado estaba obligado a dárselo. Incluso una nueva habitación con baño adaptado para discapacitados.

A través del Ministerio de Desarrollo Social le construyeron un baño y una habitación nueva. Aunque esto último es incompleto. En realidad, se la construyeron hasta la mitad. Y eso también fue noticia.

– Hasta un metro veinte me la construyeron, -recuerda con fastidio Adrián-. Era todo el material que había. Sacaron mal los cálculos o no trajeron lo que faltaba pero a mí me construyeron la habitación hasta un metro veinte. El resto lo tuvimos que pagar nosotros con la ayuda de los amigos y con créditos que sacó mi papá. El Ente de Infraestructura Comunitario puso la mano de obra.

En su cama, Adrián quiso dirigir la obra para completar la construcción de su nueva habitación. Pedía los planos a los arquitectos, dirigía a los albañiles, controlaba la calidad de las instalaciones eléctricas y de los cables. Tantos años aislado no habían minado sus conocimientos en electromecánica de la escuela técnica. A fines de 2009, Adrián durmió en su nueva habitación. Lo que sí le dio entero el Ministerio de Desarrollo Social fue el cielorraso y los instrumentos de medición. El resto llegó a través de donaciones privadas: aire acondicionado, ventilador de techo, televisión, equipo de música, muebles, entre otras cosas. Su calidad de vida mejoró considerablemente.

Pero la llegada de la computadora fue lo que a Adrián le cambió la vida. Obtuvo una por medio del área de discapacidad de la Legislatura pero, tiempo después, sus amigos le regalaron otra, con prestaciones más altas, acceso a Internet y un programa de voz mediante el cual enciende y apaga la luz y la televisión, reclina su cama y hace todo lo que cualquiera puede hacer con una computadora: redactar mails, chatear, leer diarios, visitar páginas, aprender tutoriales, ver videos, conectarse a las redes sociales, entre otras cosas.

Como si fuese un ser con poderes superiores, ahora Adrián dirige su mundo de cuatro por cuatro mediante la palabra. Lo que no pueden hacer ni su cuerpo ni sus brazos lo hace su voz. Tiene un micrófono que está pegado a su boca las veinticuatro horas del día, y la pantalla de led está suspendida delante de sus ojos por un caño atornillado en la pared.

-¿Ya habías usado Internet?

-No en toda su dimensión. Estaba desactualizado y tuve que empezar de cero. El primer día me metía en todos lados. Quería ver todo. Me volví a relacionar con la gente. Lo que a mí me conecta con todo es Internet.

Adrián cuenta que antes de tener la computadora, para leer el diario sus padres se tenían que parar a cada lado de la cama, sostenerle el papel y darle vuelta la página. Ahora, cada mañana y durante todo el día, Adrián entra a diarios digitales de todo el mundo, baja tutoriales de edición de videos y de fotos, ve películas y series, y lee libros. Su película preferida es Perfume de Mujer. Dice que la vio 44 veces. Y entre las series, The Walking Dead está en los primeros puestos. En Facebook y Twitter tiene miles de amigos y seguidores. Ahí le muestran su afecto y lo animan a seguir adelante personas de muchos países.

El chico que se pasó diez años mirando el techo desde su casa en La Ciudadela, ahora pasa entre 15 y 18 horas por día conectado a Internet, mira la pantalla y ve el mundo.

Adrián es fanático de los fierros. Sobre todo de las Harley Davison y los Ferrari. Tiene cientos de fotos de sus motos y autos. Me muestra algunas y de cada uno me cuenta con lujo de detalles qué tipo de motor tiene y demás cuestiones que no llego a entender.

Le pregunto si se imagina andando en uno de ésos. Me sonríe. Mira cada foto como un hambriento miraría un plato de comida. Realmente le encantan los fierros. Los mira con deseo. Recorre la pantalla con su mirada y claro que se imagina en uno de ésos.

-Una Harley, una Ferrari y una buena mina-, me dice levantando las cejas.

Le sigo la conversación y soñamos juntos.

-¿Rubia o morocha la buena mina?

-Mmmm, castaño claro con rulos.

-¿Alguna que te guste?

-Scarlett Johanson.

-¿Viste alguna película de ella?

-No, se te hace.

-Bueno, cuando vuelvas a caminar te voy a venir a buscar con una Ferrari y dos minas. Vos manejás. Scarlet va a tu lado.

Vuelve a sonreir, se queda pensando. Se aprieta el labio inferior de la boca con los dientes y mira el techo como diciendo “mamita, la que vamos a armar”. Pero vuelve a la realidad y dispara, no sin humor:

-Pero no pasamos de la esquina con una Ferrari por acá.

Ríe él. Río yo. Soñamos los dos.

El 9 de mayo de 2010, Adrián se creó una cuenta en Taringa, la comunidad virtual de origen argentino donde los usuarios pueden compartir todo tipo de información mediante mensajes a través de un sistema colaborativo. Comenzó a postear contenido como un simple usuario; luego comenzó a contar su caso, publicar entrevistas y notas que le habían hecho algunos medios. Pronto fue un boom. Nadie podía entender cómo lo hacía. Todos quisieron conocerlo.

A través de una amiga de esa comunidad, Adrián consiguió el mail de uno de los dueños de Taringa, el argentino Matías Botbol. Acostumbrado a las faltas de respuestas del Estado, Adrián le envió a Matías una invitación para chatear en el Messenger sin demasiadas esperanzas de contestación. Pero a los diez minutos se le abrió una pantalla que decía “adri cómo andás”. Era el mismo Matías Botbol.

Adrián abrió los ojos grandes y chatearon de todo un poco hasta que Botbol le preguntó si le gustaría ser moderador de Taringa. Entre todos los rangos que tienen los usuarios de esa comunidad, el de moderador es el más alto, el que permite editar, eliminar, corregir y controlar lo que se publique allí, prestando atención al protocolo de la misma. Los usuarios sólo son promovidos a moderadores por los administradores. Taringa tiene más de 20 millones de usuarios en todo el mundo, de los cuales sólo 30 son moderadores.

A Matías Botbol le preocupaba que a Adrián le pudiera afectar los insultos del resto de los usuarios que muchas veces reciben los moderadores. Pero acostumbrado a los golpes de la vida, Adrián le dijo que no habría problemas. Sin que él lo supiera todavía, durante la charla, Matías Botbol apretó un botón y convirtió al usuario adrian28222 (hoy es AdrianPasteri) en moderador de Taringa.

MATIAS dice:
Te felicito, entonces.
ADRIAN dice:
Por?
MATIAS dice:
Ya está, que lo disfrutés y que te sea leve.

Inmediatamente después de esta conversación en el chat del MSN, Adrián entró a su página de Taringa y vio algo totalmente distinto. Se le abrió una pantalla diferente, con nuevas funciones y opciones. Eran las cuatro de la mañana del 24 de febrero de 2012. Pegó un grito que despertó a sus padres. Vinieron a ver qué pasaba. Desde la habitación de su casa en la Ciudadela, en un barrio periférico de Tucumán, había ingresado al selecto universo de moderadores de la comunidad virtual más grande de Argentina.

*****

4.415 días.

Eso es lo que Adrián lleva acostado sin moverse de la cama. Pienso en todo lo que se puede vivir en esa cantidad de días. Y es inevitable pensar en la dimensión que adquiere el tiempo para una persona postrada en su cama 4.415 días. Qué puede ser el pasado, el presente o el futuro para alguien que se ha pasado esa cantidad de tiempo en una habitación de cuatro por cuatro. Qué puede ser la vida.

Trato de imaginarlo pero no puedo.

Hoy, el futuro para Adrián es una cirugía reconstructiva de la columna cervical que consiste en un implante de una prótesis de titanio. Si sale bien, le permitiría recuperar la posición ergonómica correcta de su cuello y permanecer más tiempo erguido en una silla de ruedas. Incluso, por qué no, volver a caminar, aunque sea con un bastón.

Pero para que esto ocurra, el PAMI tiene que autorizar los costos de la operación que son altos. Se tiene que formar un equipo médico interdisciplinario que esté de acuerdo con el modo de abordaje de la operación.

Varias veces estuvieron cerca de hacerlo, pero fue postergada por problemas de salud de Adrián o de sus padres. Ellos ya no pueden salir como antes a hacer trámites y llenar papeles. Y Adrián necesita quien lo haga por él. También porque nunca llegó la prótesis correcta, y cuando llegó la correcta, el equipo médico que iba a operar se disolvió.

-Es una cirugía muy riesgosa y ante la mínima duda o falta de garantías, los médicos no la hacen. Es todo un tema. -dice Adrián.

Hoy, ésa posibilidad es una de las últimas cartas que le queda a Adrián. Quizás sea una en un millón. Pero, ¿quién no la tomaría si es lo único que le queda?

*****

-Entonces, Adrián, ¿no perdés las esperanzas de volver a caminar?

– Eso es lo último que se pierde. En esto de la columna nadie tiene la última palabra.

– ¿Qué es lo que te mantuvo firme todos estos años?

– No lo puedo explicar con palabras. No se cómo hago. Yo sólo lucho por salir adelante, por mí mismo y por mis viejos. Sólo quiero estar bien.

Después de varios encuentros, conversamos como dos amigos. Sus ojos claros y transparentes ahora me parecen familiares. Le pregunto cómo ve su futuro.

-Yo no se hasta donde voy a llegar. Yo quiero llegar hasta el máximo que yo pueda. Lo máximo. No me conformo con que siga vivo y esté bien de la cabeza. Yo quiero seguir hasta dónde me dé el cuero.

-¿Vos no sentís que hayas llegado a tu límite?

-No, ni cerca. Muchos se dan por vencido porque les dicen que es imposible. Nada es imposible para mí. Los límites se los pone cada uno. Yo sé que tengo limitaciones y eso está a la vista, pero de ahí a que vos te pongas limitaciones, es otra cosa. Yo quiero seguir lo más que pueda hasta donde pueda, y una vez que consiga todo eso, veré cómo sigo. Sólo quiero que mi familia esté bien y yo estar mejor; no andar con tantas necesidades ni con tantos quilombos. Como que quiero eso… un poco de paz.

 

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